Capataz

9 || EL PRIMER BESO

 

—Señor, ¿y la leche?

—Aquí está. ¿Dónde la quieres, Lucinda?

—Adentro, por favor.

Abro el recipiente y carga los tarros de leche especial en la farmacia que hay en la parte céntrica del pueblo, que es la única parte con la que cuentan acá en los kilómetros más cercanos como para servirse de lo que es importante, comprar comida, mercadería, asuntos importantes que hacen a la convivencia del día a día, al igual que buscar medicamentos o la leche especial que su hijo necesita.

Procedo con guardar lo que me indica y él empuja el carro mientras va sumando otras cosas de la farmacia que serán de utilidad. Me llama la atención ver que se detiene delante de la estantería donde hay profilácticos, suspira y prosigue. Deduzco que no ha haber podido dar uso a algo así en mucho tiempo ya que la enfermedad de su esposa es lo suficientemente destructiva como para dejar fuera de juego la opción que hace que los matrimonios queden unidos en exclusividad. ¿Hace cuánto tiempo que él no es un hombre completamente satisfecho en toda su plenitud, renunciando a ciertos aspectos de su virilidad por el inmenso amor que siente y jura lealtad a su mujer?

Prosigo con mis asuntos hasta que terminamos por dirigirnos a pagar y él pasa su tarjeta, sigue con lo suyo y deduzco que este trabajo me podrá dar, por vez primera tarjeta de crédito. Eso es algo que no he tenido hasta la fecha, exceptuando una débil bancarización que me hice en modos iniciales, considerando que mamá debe enviarme alguna que otra vez dinero para poder mantenerme. Esta vez es hora de que yo haga valer todo eso.

Cuando salimos, buscamos la camioneta y el señor Edward Miller abre la parte de atrás en la cabina de su camioneta, arrojando aquí las bolsas. Le ayudo, mientras él las acomoda y me pregunta en el trajín:

—¿Qué te ha parecido el trato con mi esposa?

—Pues...muy bueno, señor. Apenas llevo dos días en este trabajo, pero nada es más gratificante aque te paguen por hacer lo que te gusta.

—Hummm, dudo que esta haya sido la manera en la que soñabas cumplir tu sueño de ser una gran escritora.

¿Quizá me está poniendo a prueba? ¿Es que quiere que le diga algo que no me termina de convencer para saber si es o no la respuesta que espera? La verdad es que estoy siendo completamente honesta.

Una vez que cierra la puerta de atrás y concluye con la carga, se afirma con una mano contra la puerta y me observa fijamente. Sus ojos claros resplandecen bajo la luz del día, el color gris perla reluce con ferocidad bajo las motas de sol que le hacen ver con un semblante tan atractivo como cansino.

Por suerte su vestimenta, esta vez, consta de algo mucho más elegante que el pantaloncillo diminuto deportivo con el que le atrapé completamente empapado luego de que la yegua traviesa le hubiese arrojado a la fuente de que le estuvieron mojando las patas tras el entrenamiento donde sacó a correr a sus animales.

—Señor—digo, por fin, luego del escaner que hago a la camisa con los botones abiertos que dejan ver los vellos y la línea divisoria de sus musculosos pectorales—. Estoy siendo plenamente honesta si le digo que esto es un sueño cumplido. Disfruto plenamente de la tarea que me ha asignado.

—¿No es el sueño de un escritor publicar libros?

—Puede que sí, pero antes se necesitan de los lectores que otorgan legitimidad a la tarea. Y la señora Thamara es una gran primera lectora, realmente un lujo. Es sumamente crítica y conocedora de muchos temas.

—¿Eso es una queja? ¿Mi esposa critica la manera en la que escribes?

—Pues...sí, pero es normal, es lo mejor que podría sucederme en tanto escritora.

—¿Te gusta que te critiquen? Me suena a condescendencia.

—¡S...señor! Yo… Estoy bien de esta manera, se lo aseguro.

Se cruza de brazos y la tela de la camisa parece estar a punto de reventar a la altura de sus bíceps notorios.

El corazón me va a mil mientras la cabeza me intenta decir que debo ir con cuidado porque puede que me esté metiendo en problemas. Mientras que otra versión de mí, una más instintivas que vive en mis zonas más bajas, indica que él es un hombre muy astuto, atractivo y que  se vería mucho mejor si le arranco nuevamente la ropa y lo subo a la parte de atrás de su camioneta.

P...por favor, Lucinda. Esta es la parte en la que me toca reprenderme a mí misma y dejar que la fantasía viva nada más que en mis libros.

—Está bien—accede, al fin. No del todo convencido, pero parece que le ha divertido el incomodarme y el haber conseguido que las palabras tropiecen mientras hago el intento de explicarle—. Solo que me agrada cuando la gente es honesta y, esta vez, valía la pena corroborar si eso se estaba poniendo a prueba.

—No se preocupe...es libre de preguntar lo que usted quiera…

—¿Lo que yo quiera?

—S...sí, por supuesto, señor.

—Sube a la camioneta, vamos a la casa y deja que pueda hacerte algunas preguntas en lo poco que dura el camino.

Asiento y sigo las órdenes de mi capataz.

Una vez sentada en el lugar de acompañante, dejo que comience esta inquisición. Ya ni siquiera interrogatorio.

—Primero—estipula—. Me gustaría preguntarte por qué decidiste ser escritora, Lucinda. Lo mio siempre estuvo más cerca de los números que de las palabras. Así que no podría entender esas motivaciones, además se debe nacer con cierto don o talento como para tener la capacidad de sentarte delante de una hoja en blanco y diseñar un mundo completamente nuevo en el que otros viven. Además, con lo cual se puede dar una resolución a lo que sucede.

—Pues… Sí, es cierto, pero también es cierto que todos nacemos con talentos. Solo que algunos no han descubierto el suyo.

—Ja. Yo no tengo ningún talento y, a esta altura de mi vida, creo que no lo podré descubrir tampoco.

—¿Por qué no? Yo no creo que usted no tenga talentos, señor.




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