Capataz

10 || ODIO FAMILIAR

—¿Q...qué...dice, señor?

—Lo que escuchaste, Lucinda.

Sus ojos se mantienen fijos en los míos, haciéndome sentir completamente captada por él, sin darme opción a desviar en otra dirección lo que sea que esté sucediendo. Se me seca la boca de lo mucho que me sostiene sorprendida lo que me acaba de preguntar; también tengo plena conciencia de que él es mi capataz, es mi jefe y es quien marca las órdenes, él determina qué es lo que debo hacer. En esta ocasión, mi obligación definitiva es responder a lo que él me pregunta, pero saber eso me ha dejado helada. Saber que quiere esa información de mi parte, no sé para qué.

Al notar mi sorpresa y mi silencio, él vuelve la vista al frente y dicta:

—No es necesario que respondas, descuida. Quizá no tendría que haber preguntado eso, solo me surgió la intriga.

—S...señor…

¡Estoy haciendo mal mi trabajo!

Él destraba las puertas y hace el gesto de bajarse, sin embargo me surge de manera inmediata la reacción de sujetarle una mano. No quise hacer eso, pero es demasiado tarde. Aún así sirve para sostenerle antes de bajarse, sin que se me escape, pero…no está bien. No es esto lo que debería estar sucediendo.

Atraída por el contacto, quito rápidamente mi mano ante la brutal osadía de mi parte ante cometer esa sorpresa.

—¡Oh! Lo...siento… Yo no quise que sucediera esto… No quería… Lo siento tanto, solo quería decirle que no.. Nunca me ha sucedido.

Él me mira.

Hay un chispazo en sus ojos que creo que aparece en medio de las sombras que marcan su devenir. Luego de dos o tres tensos segundos que quedo atrapada en su mirada, termina por ceder y asiente.

—Luego seguiremos con esta conversación—sentencia—. No entregues tu primer beso a cualquier hombre, hazlo con quién sepa cómo hacerlo.

—¿P...por qué me lo dice, s...señor?

—Tham...me ha contado que tus historias son un tanto pasionales. —Ay, madre mía, siento que la piel me está ardiendo, estoy a punto de estallar, me arden las mejillas y el cuerpo entero queda sumergido en llamas, como si un calor repentino me inundase de repente—. Y me preguntaba cómo es que alguien que ni siquiera ha sido besada al menos una vez en su vida, es que conoce y es capaz de escribir lo que escribe.

¡Oh, cielos! ¡Su esposa le ha contado de lo que escribo! ¿Se habrán reído juntos de las cosas que escribo o cuál será su verdadero motivo de hacer algo así?

—Ya es hora de seguir con nuestras cosas—advierte él y se baja, siguiendo la promesa de que también debo hacerlo y que tarde o temprano se va a producir el hecho tan importante de continuar con esta charla, pese a todas las culpas que me ven involucrada en este tiempo…

—Estoy de acuerdo—convengo.

Y bajo de su camioneta, llevando las cosas de mercadería, cuando Jacinta se aparece como un rayo en mi dirección. Me sugiere mi conciencia la idea de que Edward, si está cerca, podría defenderme de la presencia imponente de esta mujer mientras se acerca a mí a toda prisa.

Por todos los cielos, no estoy segura de lo que comienza a sucederme, pero no debe estar él para protegerme de su madre.

Estoy con las bolsas de mercadería mientras avanzo escalones arriba. Él ha ido hasta el establo para seguir con sus tareas, me pregunto si en algún momento podrá precisar de mi ayuda para lavar a esa yegua tan difícil de domar.

—¡Lucinda! ¡Oh, Lucinda! ¡¿Dónde estabas?!—Pone el grito en el cielo al verme llegar con las cosas—. S...señora… Había ido a buscar leche junto al señor MIller.

—¡¿Leche?! ¡Esa no es una responsabilidad tuya! ¡No tienes por qué hacer cosas que no te corresponden!

El corazón se me encoge mientras avanzo hasta la cocina, pero me detengo para escucharla. Los brazos me duelen ante el peso de las bolsas, pero cuento los segundos mientras la escucho.

—Yo… Lo sé, pero el señor me pidió que le acompañe.

—¿El señor? ¿Y qué hacías tú pidiéndole leche a mi hijo?

Trago grueso al hacerme una idea de lo que eso puede significar, mucho más allá de la preocupación de estar siendo reprendida por la madre de mi empleador, nada menos.

—Me lo pidió la nana de Benjamin...—reconozco por fin.

El niño está llorando allá arriba.

Oh, cielos. Entonces ella ya sabe que la nana me lo pidió.

—Así es—determina—, ella no puede darte órdenes a ti ni tu puedes seguir órdenes de ella. Tu misión es acompañar a Tham y ella lleva más de veinte minutos totalmente sola.

—Estaba con su doctora.

—Ya se ha marchado.

—Oh. Lo siento… No sabía que…

—¿No sabías? Ambas serán reprendidas. Tú y la nodriza de mi nieto. En ella confiamos, pero no sé qué pretendes tú al salir a solas con mi hijo.

—Yo solo… Lo siento, señora Miller. Le prometo que no… No volverá a suceder. No lo hubiera hecho si Benjamin no lo hubiese necesitado.

—Tu tarea no es mi nieto. Ahora prepara un biberón y sube a que su nana se lo dé antes de que vengan los abogados de la familia. Tenemos una reunión importante y lo único que falta es que mi nieto no permita hacer nada con tanto ruido que tenemos alrededor.

¿Pero no acaba de decirme que no es esa mi tarea? Quizá, viendo que al pequeño le hace falta de mi ayuda, sea parte de las obligaciones proceder con algo así.

Se va rezongando:

—Como si no tuviésemos problemas ya, tenemos que ocuparnos de ti tambíén.

Antes de terminar de retirarse, se vuelve a mí y me dice en tono de advertencia:

—No sé cuáles sean tus pretenciones, pero intenta no estar tan cerca de mi hijo ni de mi nieto. Hazte cargo de Thamara, hazla feliz, que no sabemos cuánto tiempo más pueda vivir. No queremos que sea infeliz en el tiempo que le queda de vida, es nuestro bien más preciado para ganar esta batalla a los Davies… Pero qué vas a entender tú de eso. Haz lo que te digo que debes hacer.

Y sale.

¿Qué?




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