La ciudad se desplegaba ante nosotras con su habitual y vibrante caos: luces de neón reflejándose en el asfalto húmedo, el murmullo incesante de conversaciones ajenas, el sonido lejano de una bocina. A pesar de todo, yo me sentía extrañamente desconectada, como si estuviera caminando en un sueño, observando la vida de los demás mientras la mía permanecía suspendida en una pausa indefinida.
Élodie caminaba a mi lado con paso seguro, sin apurarme, sin intentar llenar el silencio con palabras innecesarias. Sabía que lo único que necesitaba era respirar, moverme, recordar que el mundo no se había detenido conmigo.
—No has preguntado a dónde vamos —comentó de repente, con una leve sonrisa.
La miré de reojo y me encogí de hombros.
—No creo que importe mucho.
—Sí importa —respondió, con tono enérgico, como si ya tuviera un plan en mente. Siempre tenía un plan.
Caminamos unas cuadras más hasta llegar a un pequeño club nocturno escondido entre dos edificios antiguos, de esos lugares que solo alguien como Élodie podría conocer. Desde afuera, parecía un rincón olvidado de la ciudad, con una tenue luz roja en la entrada y un letrero apenas visible que decía “Le Désir”.
—¿En serio? —pregunté, arqueando una ceja.
—Sí —respondió con seguridad, empujando la puerta antes de que pudiera replicar.
Al entrar, el ambiente de Le Désir nos envolvió de inmediato con su energía eléctrica, esa que solo los lugares más exclusivos logran mantener. La música, una mezcla perfecta de deep house y ritmos envolventes, fluía a través de los altavoces, sincronizando a los cuerpos en la pista de baile. Las luces suaves proyectaban destellos dorados y azulados sobre las paredes aterciopeladas, mientras el aroma a licor caro y perfumes intensos se entrelazaba en el aire.
La multitud era una colección de rostros hermosos, miradas calculadas y sonrisas estudiadas. Aquí, todo era parte del espectáculo: los tragos en copas finas, los gestos despreocupados, los roces sutiles que encendían llamas bajo la superficie. Un sitio donde la seducción era habitual y la discreción, un requisito.
Nos acomodamos cerca de la barra. El lugar era más exclusivo de lo que imaginaba, pero el brillo del ambiente sentía como una cortina que intentaba ocultar lo que realmente sucedía detrás de los reflejos dorados.
Élodie, con su naturalidad, pidió dos martinis secos. Yo, por el contrario, no tenía idea de qué quería. Solo deseaba desconectar, dejar la mente en blanco, que el ruido que me invadía se ahogara en la mezcla de música y alcohol.
El bartender, un hombre de rasgos duros y actitud distante se acercó. Ese sitio era, sin duda, un refugio para quienes no querían ser reconocidos, aquellos que venían a despojarse de todo lo que representaban.
—¿Qué tomas? —me preguntó Élodie, rompiendo el breve silencio en el que ambos nos habíamos sumido.
—Lo que sea —respondí, no muy segura de qué quería.
—¿Te gusta el lugar? —preguntó, mientras me pasaba mi bebida. Su mirada había cambiado; había algo en su expresión que indicaba que esperaba una reacción.
—Es… diferente —respondí, tomando un sorbo. La bebida era más fuerte de lo que esperaba, pero el calor me recorrió rápidamente y un leve alivio se instaló en mi pecho. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que podía relajarme, aunque fuera por un momento.
La pista de baile se llenaba de cuerpos que se movían al ritmo de la música, algunos con una entrega absoluta, otros solo fingiendo estar perdidos en el momento. Todo en este lugar parecía una farsa cuidadosamente orquestada, pero, de alguna manera, se sentía real. Las luces, el sonido, las personas: todo conspiraba para crear una atmósfera cargada de deseo y misterio.
—¿Tienes algún plan para esta noche? —preguntó Élodie, observando la gente en la pista de baile, sin realmente mirar a nadie en particular.
—No lo sé —respondí con sinceridad—. Tal vez solo dejarme llevar. Necesito olvidar por un rato.
Élodie sonrió, como si supiera que esas palabras eran todo lo que podía ofrecer en ese momento.
Nos quedamos en silencio un rato, observando el flujo de personas, hasta que una figura que se acercaba a la barra llamó mi atención. Era un hombre alto, rubio, de rasgos nórdicos. Sus ojos azules brillaban bajo las luces del club, pero algo en su postura revelaba una inquietud oculta. Parecía fuera de lugar, como si estuviera buscando algo que no podía encontrar en medio de todo este caos.
Se acercó a la barra, mirando alrededor antes de sentarse junto a nosotras. Parecía confundido, mirando al bartender como si no supiera cómo empezar. Cuando finalmente se decidió a pedir algo, habló en inglés, pero el bartender, que no hablaba el idioma, le respondió con un gesto de incomodidad y un encogimiento de hombros.
El hombre repitió su pedido, pero las palabras no parecían encajar. Finalmente, miró hacia nosotras, y fue entonces cuando sus ojos se encontraron con los míos. El momento fue tan fugaz que casi no lo noté, pero algo en su mirada me hizo pensar que tal vez necesitaba algo más que solo un trago. El bartender lo miró sin comprender del todo, mirando al hombre con una leve expresión de frustración. Yo, que había estado observando la escena, me levanté de mi asiento sin pensarlo demasiado.
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Editado: 14.06.2025