El viaje se retrasó. A pesar de nuestras ganas de irnos al día siguiente, las responsabilidades nos golpearon en la cara. Primero, por mis proyectos, que parecían multiplicar los problemas cada vez que pensaba que había terminado. Luego, porque Élodie tenía el pasaporte vencido y tenía que iniciar el papeleo para poder salir del país sin dejar cabos sueltos y poder establecerse en Suecia. Lo que al principio parecía una decisión impulsiva se convirtió en un plan concreto, con fechas, tickets y listas que tachábamos día a día.
La primera lista tenía los siguientes "por hacer":
Después de un mes, finalmente nos encontrábamos en el departamento, revisando lo que nos llevaríamos y lo que donaríamos. El departamento era un completo desastre, con cajas abiertas por todas partes, ropa colgando de los pocos muebles que quedaban, planos viejos que había guardado estos años. Pero dentro de todo ese desorden había una extraña sensación de orden, como si estuviéramos limpiando más que el espacio físico. Como si estuviéramos depurando una versión anterior de nosotras.
—No me entra todo en la maleta —dije, frustrada, mirando mi ropa amontonada sobre la cama.
—Entonces déjalo. Si no cabe, no se va —respondió Élodie, con una decisión que solo se consigue cuando estás lista para soltar.
En algún momento, terminamos frente a una caja polvorienta que estaba en el fondo del armario. Era la caja de Magnus. Fotos, cartas, su sudadera gris que todavía olía un poco a él, aunque me doliera admitirlo.
—¿Qué hacemos con esto? —pregunté, con la voz más baja de lo necesario.
Élodie no dijo nada al principio. Se agachó, sacó la sudadera y la miró como si fuera un animal muerto.
—¿Por qué lo guardaste todo este tiempo?
—No lo sé… Supongo que no estaba lista para dejarlo ir del todo.
Ella me miró de reojo, con esa mezcla de ternura y dureza que siempre le salía cuando algo me dolía.
—¿Y ahora?
—A la basura —dije sin pensarlo, lanzando un par de cartas junto con él.
Durante meses me había aferrado a esas cosas, como si sirvieran de ancla a una vida que ya no existía. Pero esa tarde, mientras revolvíamos cajones y armarios, me di cuenta de que todo lo que me ataba a este lugar eran objetos que ya no me representaban. De pronto vi los ojos de mi mejor amiga iluminarse.
—Tengo una idea mejor —tomó la caja, abrió la puerta hacia el balcón y la dejó en el suelo. Después volvió hasta donde estaba una botella de vino francés, caminó hasta su bolso con la botella en mano para sacar su encendedor y luego corrió hasta mí para tomar mi mano. —¿Dramático? —preguntó, alzando las cejas.
—Un poco. Pero justo.
Sacamos las fotos una a una. Algunas las rompimos, otras simplemente las dejamos volar con el viento. Nos reímos más de lo que esperaba. Quemamos cada carta que había escrito Magnus mientras me cortejaba. Después entré por unas copas y tomamos del vino que habíamos usado para quemar la caja con todas las pertenencias de mi ex.
—A esto le llamo yo una ruptura tardía pero digna —dijo Élodie, brindando con su copa.
—Brindo por eso.
Nos quedamos un rato sentadas en el suelo del balcón, viendo cómo la noche empezaba a caer sobre Cannes. El cielo se teñía de azul profundo, y la brisa traía el sonido de alguna canción lejana desde la calle.
—No puedo creer que mañana nos vayamos —murmuré.
—Yo sí —dijo Élodie—. Porque ya no hay nada que nos una a este lugar.
Y tenía razón. Algo había cambiado. El peso ya no era el mismo. El dolor ya no dolía igual. Quizás porque lo habíamos enfrentado. O quizás porque, por fin, estábamos listas para soltar.
—¿Recuerdas cuando lo encontraste llorando frente a la lavadora porque creyó que habías metido este suéter en el ciclo equivocado? —preguntó ella, sonriendo con malicia.
—Sí —dije, riendo—. Qué dramático.
Nos miramos un momento, y sin decir nada más, abrimos la bolsa negra donde ya habían terminado otros restos del pasado: fotos rotas, regalos sin sentido, pequeños objetos que en algún momento parecieron importantes. Todo eso se fue, junto con el miedo a dejar ir.
Cuando terminamos de empacar lo esencial, nos sentamos en el suelo del living, respirando hondo. La luz del atardecer teñía las paredes de un naranja melancólico, como si Cannes también estuviera empezando a entender que era momento de despedirse.
—¿Lista? —preguntó Élodie, alcanzándome otra copa de vino.
Miré a mi alrededor. Las cajas, las maletas, los espacios vacíos donde antes había cuadros y libros. Todo estaba distinto. Y yo también.
—Lista.
Levantamos las copas una vez más, pero esta vez no fue por el fin de algo. Fue por el inicio.
—Por Suecia —dijimos al unísono, chocando los bordes de cristal con una sincronía que solo nosotras teníamos.
Y así, entre risas, bolsas de basura y vino barato, cerramos el capítulo de una ciudad que ya no era nuestra. La próxima vez que despertáramos, sería en otro país. Con frío en la ventana, otro idioma en las calles, y una nueva historia por escribir.
La alarma sonó a las cuatro de la mañana, pero en realidad no habíamos dormido. Solo cerramos los ojos un par de horas con la ropa del viaje puesta, como si eso nos ahorrara despedidas. Afuera, la ciudad aún estaba dormida. Las calles húmedas, los faroles encendidos, y ese silencio que solo existe cuando algo está a punto de cambiar.
Élodie pidió un taxi mientras yo revisaba por tercera vez si llevaba el pasaporte. En la entrada del edificio dejamos una bolsa con los últimos restos del ex: una chaqueta desgastada que alguna vez me gustó, un libro que no quise terminar porque él lo adoraba, una postal de Lisboa que usaba como marca-páginas. No era odio. Era limpieza.
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despedidas y adiós, dolor traicion dudas mentiras, recuerdos y aprendizajes
Editado: 14.06.2025