Ahí estaba. El mismo Viktor que me había dado el empujón final para dejar Cannes. El que, con una conversación simple en un bar, sin saberlo, encendió la chispa que necesitaba. No éramos amigos, ni amantes, ni siquiera conocidos cercanos. Solo dos personas que, por una noche, hablaron con una honestidad que rara vez se permite.
No esperaba verlo aquí. No en este aeropuerto de Niza, casi vacío a las cinco de la mañana. Pero ahí estaba, caminando con esa calma suya, sin prisa. Vestía sencillo: chaqueta de mezclilla, una bufanda desordenada al cuello y la misma mochila gastada colgando de un hombro. Me sorprendió aún más cuando, al notar mi mirada, se acercó con una sonrisa ligera, como si esperara encontrarme ahí.
—Valkyrie —dijo, como si fuera lo más natural del mundo.
Esa voz. Ese tono sereno.
Era como si las últimas semanas no hubieran pasado. Como si estuviésemos otra vez en aquel bar ruidoso, refugiados en una burbuja hecha solo de nosotros dos. Como si el mundo exterior hubiera quedado suspendido.
—Viktor —respondí, algo descolocada, pero con una sonrisa que no pude evitar.
Y supe, en ese instante, que lo que comenzó aquella noche… todavía no había terminado.
Nos miramos sin apuro. La terminal dormía a medias. Los altavoces murmuraban destinos en francés y alemán. El olor a café barato flotaba en el aire, mezclado con restos de perfume del día anterior.
—¿También viajas a esta hora? —pregunté, curiosa de verlo con la mochila al hombro, tan tranquilo, como si vagar por una terminal desierta al amanecer fuera su rutina.
—Grecia —dijo con una media sonrisa—. Me prestaron una casa cerca del mar, en Santorini.
—Suecia —dije, señalando a Élodie, que había ido a buscar algo caliente para beber—. Vamos juntas. Solo por un tiempo.
Asintió como si todo eso tuviera sentido. Como si supiera que ese país frío, al que no quería volver desde hacía años, era justamente donde necesitaba estar.
—¿Primera vez que vuelves?
—En mucho tiempo. No sé si estoy lista.
—Du är starkare än du tror. (Eres más fuerte de lo que crees.)
Nos quedamos callados un momento. El sonido de una maleta rodando a lo lejos marcaba el tiempo como un metrónomo distraído.
—¿Café? —preguntó, señalando una máquina vieja en la esquina. Sonreí.
—Pensé que no confiabas en el café de máquina.
—Jag litar inte. Men jag är desperat. (No confío. Pero estoy desesperado.) —Se encogió de hombros con una sonrisa perezosa.
Nos acercamos. Él pidió uno negro, fuerte. Yo, con leche, demasiado tibio como para despertar a alguien.
—¿Sigues escribiendo? —le pregunté mientras caminábamos hacia un banco cerca de los ventanales.
—Intento. Pero últimamente, solo garabatos y comienzos que no llegan a ningún lado.
—Tal vez Grecia te inspire.
—Tal vez Suecia te devuelva el equilibrio.
Nos sentamos. Afuera, la pista seguía dormida, apenas tocada por los primeros rayos del amanecer. Un avión despegó a lo lejos, rompiendo el silencio como un suspiro contenido.
—No pensé que volvería a verte —dije, envolviendo el vaso entre mis manos.
—Yo tampoco. Pero me alegra —respondió con esa calma suya, sin apuro ni expectativas. Solo presente.
Y esa tranquilidad suya, ese estar sin invadir, me hizo bien entonces. Y seguía haciéndolo ahora.
—Aquella noche… en el bar —murmuré—. Cambió algo para mí.
No respondió de inmediato. Solo asintió, como si lo supiera.
—A veces solo se necesita que alguien vea algo en ti para atreverte —dijo, con naturalidad.
Lo miré. Él no había intentado salvarme. No prometió nada. Solo dijo lo justo, con una verdad que aún resonaba.
—No suelo hablar así con extraños —confesé.
—Yo tampoco. Pero contigo fue… fácil.
Bebí un sorbo de café. Ya casi frío.
—¿Y tú? ¿Por qué Grecia?
—Necesito silencio. Estar solo. Escribir. Dormir. Comer aceitunas directamente del árbol. Y dejar que todo se asiente.
—Suena como un buen plan.
—Och du då? (¿Y tú?) —preguntó, con una leve sonrisa.
—Supongo que ir a Suecia es como empezar desde cero, aunque no sepa hacia dónde.
Se quedó pensativo. Luego, como si me hablara con los ojos más que con palabras, dijo:
—Hoppas du hittar dig själv där. (Ojalá te encuentres a ti misma allá.)
—Y yo que tú encuentres las palabras.
Nos envolvió un silencio cálido. Uno de esos que no incomodan.
Mi puerta de embarque apareció en la pantalla. Me puse de pie. Él también.
Nos abrazamos. Fue un abrazo sencillo. Sin promesas, sin grandilocuencias. Solo un momento suspendido entre dos vuelos, dos destinos, dos personas que se encontraron en el instante justo.
#1705 en Novela contemporánea
#9525 en Novela romántica
#2048 en Chick lit
despedidas y adiós, dolor traicion dudas mentiras, recuerdos y aprendizajes
Editado: 14.06.2025