Cartas a un cobarde

Capítulo 9: Volver no es retroceder

Malmö parecía un suspiro detenido en el tiempo, como reencontrarse con una amiga de infancia que ha cambiado sutilmente, pero que, al final del día, sigue siendo la misma. El tren que nos trajo desde Estocolmo cruzaba paisajes que se transformaban lentamente: la nieve se retiraba con timidez, algunos árboles aún desnudos mostraban brotes que insinuaban promesas, y los campos, húmedos por el deshielo, anunciaban que la primavera apenas comenzaba. Como nosotras, la tierra también estaba en transición.

Pasé el viaje mirando por la ventana, distraída por el paisaje y por mis pensamientos. Ya no sentía ese peso denso que había cargado durante los últimos meses. En el reflejo del cristal veía a alguien distinta, alguien que ya no se veía tan quebrada. Mi rostro, aunque aún marcado por los recuerdos, ya no reflejaba ese vacío profundo. Era un alivio saber que, aunque la carga no desaparece del todo, algo dentro de mí comenzaba a encontrar su equilibrio.

Élodie, siempre tan llena de vida, sacaba fotos a cada rincón del camino. No pude evitar sonreír al verla tan animada. No era la primera vez que la veía feliz, pero sí la primera en que no sentía la necesidad de ocultar mi propia calma para acompañarla. La paz que me rodeaba ya no me incomodaba: era más bien una invitación a seguir adelante.

La estación Malmö C nos recibió con su fusión perfecta entre lo moderno y lo clásico. Desde niña me fascinaba esa mezcla, y al verla de nuevo supe que, de alguna forma, la ciudad era como yo: había pasado por altibajos, pero seguía en pie, intacta en su esencia.

El caos organizado de la estación ya no me abrumaba como antes. Caminaba entre la gente con la misma calma que todos los demás, y por primera vez en mucho tiempo, sentí que el mundo seguía su curso sin que yo tuviera que luchar contra él. Todo tenía su lugar. Incluso yo.

La luz natural que se filtraba a través de los ventanales me envolvía en tonos suaves y cálidos. No era solo la luz del espacio, sino algo dentro de mí que comenzaba a brillar con más claridad. Mientras pasábamos junto a las pantallas de información y las tiendas de recuerdos, me sentí agradecida por la serenidad que comenzaba a abrazarme.

El sonido de los trenes, las bicicletas y las conversaciones fluía como una melodía lejana. En un rincón, un grupo de turistas consultaba un mapa. Yo los observaba sin sentirme desconectada, sino parte del pulso de la ciudad. No tenía prisa, ni la presión de seguir un camino impuesto. Ya no buscaba respuestas a todas mis preguntas: solo me permitía estar, dejar que las cosas sucedieran.

El aire fresco al salir de la estación me llenó de una sensación nueva. La primavera estaba llegando, y con ella, una forma de renovación. No tenía todo resuelto, pero algo había cambiado. Había algo en mí que ya no se aferraba al pasado, y eso era suficiente.

Malmö nos observaba con su calma característica, y yo, a pesar de todo lo vivido, me encontraba en paz. Con ella. Con Élodie. Y conmigo misma.

Una vez fuera, tomamos un taxi rumbo a la villa donde crecí. Mientras Élodie y el taxista sostenían una conversación en un sueco-inglés muy gracioso, yo le enviaba un mensaje a mi madre avisando que ya íbamos en camino.

Once minutos después, estábamos frente a la villa construida a principios del siglo XX. Heredada por mi madre de sus abuelos, la casa principal tenía amplios ventanales, tejados verdes con buhardillas y un diseño simétrico, muy tradicional europeo. Estaba rodeada por un extenso jardín que alguna vez fue mi lugar de encuentro con mi abuela, donde pasábamos tardes de verano dedicadas a su cuidado.

Mi madre, una mujer de 75 años que había dedicado su vida a la abogacía, salió corriendo a saludarnos, rebosante de vida. Su cabello perfectamente peinado dejaba ver las señales del tiempo, y sus ojos, tan celestes como el estrecho de Øresund, se llenaron de lágrimas.

—¡Mamma! —grité sin pensarlo, y fue como si ese solo gesto abriera de par en par todas las puertas de la infancia.

Corrí a su encuentro, y por un segundo, todo lo vivido, lo difícil, lo roto, quedó suspendido. La abracé como si pudiera protegerla de todo lo que no dije durante tanto tiempo. Sus manos temblaban, pero no dejaron de sostenerme con firmeza.

—Estás aquí, min lilla flicka... (mi niña pequeña) —susurró con la voz quebrada, y sentí cómo cada palabra se quedaba suspendida en mi pecho como un pétalo delicado.

Élodie nos observaba a unos pasos, con esa sonrisa cálida que reservaba solo para los momentos que realmente la tocaban. Se acercó con respeto.

—Bonjour, madame! Soy Élodie, la amiga que tu hija te ha mencionado. Encantada.

—Oh, tú debes ser la francesa adorable que me mandaba mensajes cada Navidad —dijo mi madre con un tono juguetón que desarmó cualquier formalidad—. ¡Qué gusto verte por fin en carne y hueso! Pasen, pasen, hace frío. Las flores aún no están listas, pero tengo sopa caliente y pan recién horneado.

La casa olía a hogar. A pan, a madera vieja, a ropa limpia secándose al sol, a libros antiguos. Todo se sentía intacto, como si hubiera sido conservado para esperarme. Las cortinas eran nuevas, pero los marcos de las fotos seguían ahí. Reconocí una de mi abuela en el pasillo, con ese sombrero ridículo que usaba cada vez que salíamos a podar rosales.

Mientras nos quitábamos los abrigos, Élodie se acercó y me susurró en francés:




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