Cartas a un cobarde

Capítulo 11: Entre polvo y zarzamoras

El sol entraba por las cortinas de lino como si alguien lo hubiera dejado colarse a propósito. No de forma estridente, sino con la educación de un visitante que pide permiso antes de irrumpir en una habitación que lleva años en pausa. Desperté con la piel tibia, envuelta en una sensación que me costó identificar. Paz, tal vez. Una palabra que había olvidado cómo se sentía, cómo habitaba el cuerpo.

Durante mis años en Francia, y la relación con Magnus, todo había sido una montaña rusa emocional. En su momento, eso fue lo que me atrajo: la intensidad, el vértigo, el descontrol disfrazado de pasión. Pero extrañaba la paz. Esa que traía consigo esta casa, incluso en su silencio. La sensación de pertenencia, de que el aire mismo conoce tu nombre. Por mucho que ya no fuera la misma casa, ni yo la misma persona. Pero ¿quién lo es después de cinco años?

Me quedé inmóvil por largos minutos, dejando que la mañana me alcanzara poco a poco. El silencio era denso, sí, pero no amenazante. Se sentía lleno, como si habitado por memorias, por secretos que ya no dolían. Cargado de historias, de muebles viejos que sabían más de mí que yo misma. Me di cuenta de que ya no me pesaba tanto el fin de mi relación. Que esta casa, con sus ventanas altas y sus cimientos de piedra, no era solo el lugar donde crecí. También podía ser el sitio desde donde volvería a empezar.

Al incorporarme, mis pies tocaron el suelo de madera con un crujido tan familiar que me hizo sonreír. Me acerqué al espejo redondo sobre el tocador. Había algo en mis ojos que no reconocí de inmediato: una calma inédita, una quietud que había perdido hacía tiempo. Como si después de tanta tempestad, al fin hubiera encontrado una orilla donde dejar de nadar a contracorriente. No era alegría, aún no, pero sí una forma de tregua.

En el escritorio, la fotografía seguía ahí. La niña de la chaqueta enorme y las trenzas despeinadas me observaba desde su rincón congelado en el tiempo. Pero esta vez no sentí la punzada habitual al mirarla. No me reclamaba nada. Solo estaba. Como un testigo mudo de todo lo que vino después, como si me dijera que estaba bien haber cambiado.

Tomé el cuaderno donde la noche anterior le había escrito a Magnus. Había notas sueltas, recuerdos fragmentados, pedazos de conversaciones conmigo misma que aún resonaban como ecos. Una frase destacaba entre todas: “Aquí también fui feliz, aunque me haya costado recordarlo”. Pasé la mano por encima, como si pudiera tatuarla en la piel. Como si eso pudiera fijarla a la realidad.

Bajé a la cocina envuelta en un chal tejido a mano por mi abuela. Elodie ya estaba ahí, con una taza de café humeante y el cabello recogido en un moño improvisado. Llevaba puesta la camiseta de lino que le regalé en su último cumpleaños. A través del ventanal, el jardín despertaba: hojas temblando al viento, pájaros lanzándose en picada desde los árboles, mariposas errantes, y la figura de mi madre moviéndose entre las plantas con esa gracia silenciosa que siempre tuvo.

—Buenos días, Valky —dijo Elodie con una sonrisa perezosa, usando el apodo con una naturalidad que me hizo estremecer.

No respondí de inmediato. Me acerqué a la cafetera, me serví una taza. El aroma me abrazó, una mezcla de café tostado y tiempo suspendido. Me senté frente a ella, en la misma silla donde de niña comía tostadas con mermelada de higos.

—Dormí como si hubiese estado viajando por siglos —dijo, girando su taza entre las manos.

—te hacía falta —respondí.

Asentí sin hablar más. A veces las palabras solo estorban.

—¿Te parece si salimos más tarde? Tu mamá dijo que hay una librería con gatos. Suena demasiado bien para dejarlo pasar.

—Sí —dije, dejando que la sonrisa saliera sola—. También quiero ir al taller. Al cobertizo del fondo. Hace años que no entro.

Elodie levantó una ceja.

—¿Y estás lista para eso?

—No lo sé. Pero quiero hacerlo.

Mi madre apareció poco después. Su cabello plateado recogido en un moño bajo, vestía una camisa de mezclilla y pantalones cómodos. Se veía distinta. O quizás yo la miraba distinto ahora. Nos saludó con un beso en la frente a cada una, y ese gesto me desarmó. ¿Cuándo fue la última vez que alguien me tocó con verdadera ternura?

Preparó té en silencio. Elodie la ayudó a poner la mesa: pan rústico, queso blanco, miel casera, una jarra pequeña de jugo de frutos rojos. Me sorprendió lo fácil que resultaba caer en estos rituales, como si el tiempo no nos hubiera llevado por caminos diferentes. Durante el desayuno le comenté que quería ir al cobertizo. Sonrió con dulzura, y me dijo que ese era el único lugar que no había cuidado, porque a papá no le gustaba que nadie más entrara ahí.

Cruzamos el jardín rumbo al cobertizo. Las zarzamoras habían crecido sin control, trepando las cercas como guardianes rebeldes. El pasto húmedo se pegaba a mis zapatos, y el aire olía a tierra mojada y recuerdos. Mamá sacó un viejo llavero de su bolsillo, buscó entre las llaves y dio con la correcta. La cerradura cedió con un gemido, como si también ella hubiera estado esperando este momento.

Dentro, todo estaba casi intacto. Polvo cubría cada superficie, pero las herramientas seguían dispuestas con una precisión casi quirúrgica. Había virutas de madera en el suelo, tarros de barniz, clavos ordenados por tamaño. En el banco de trabajo había una casa de muñecas. Me acerqué. La reconocí de inmediato.

—Era para ti —dijo mamá desde la puerta—. Tu regalo de cumpleaños número nueve. Nunca la terminó.

Me arrodillé junto a la casita y pasé los dedos por sus pequeños detalles. En la entrada, bajo la suciedad, una inscripción casi borrada:

“Que tus sueños se hagan realidad, mi pequeña Valkyrie.”

El corazón me dio un vuelco. No supe si reír o llorar.

—Puedo restaurarla —susurré—. Puedo terminarla.

Mamá asintió, y por un instante, fue como si algo se tejiera de nuevo entre nosotras. No como antes. No como madre e hija perfectas. Sino como dos mujeres que sabían lo que era perder cosas importantes, y aún así seguir caminando.




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