Cartas a un cobarde

Capítulo 12: Puentes sobre el Báltico

El invierno ya se había ido y la primavera comenzaba a retirarse. Aunque el frío se resistía a marcharse, la ciudad que me vio crecer se transformaba en un campo verde, y los días se alargaban poco a poco. Se acercaba lentamente la celebración del Midsommar, esa tradición que marca el inicio del verano.

Habían pasado cuatro meses desde mi regreso a Suecia, y con ellos, lo que llegó roto empezaba a florecer. Conseguí trabajo en un pequeño estudio local de arquitectura. Elodie también había cambiado: en estos meses descubrió su interés por las artes y comenzó a trabajar como asistente de curaduría en una galería. Las horas fuera del trabajo las pasábamos entre bastidores y el jardín, cuidando junto a mamá el lugar que sería el punto de reunión familiar la última semana de junio.

Aún no había visto a mi padre. Llamó diciendo que las cosas se habían complicado y que no podría venir. Sabía que estaba en Copenhague, trabajando como siempre, refugiado entre maderas cuando no estaba en el juzgado. Allí, donde todo tenía lógica y orden, donde aprendió a desprenderse de los sentimientos para ascender. Le escribí dos correos. Breves. Cordiales. Él respondió con igual formalidad. Agradecía mis palabras, preguntaba por mamá, mencionaba el clima. Nunca dijo que me extrañaba.

Una tarde, a finales de mayo, mientras tomábamos té en el porche, Elodie cerró su libro y me miró con esa mezcla de ternura y determinación que solo me dedicaba a mí.

—Deberías ir a verlo —dijo sin rodeos—. No por él. Por ti.

Asentí despacio. El nudo en el estómago me decía que era tiempo.

—No he querido forzarlo, pero… él no va a venir.

Ma puce, no sé qué pasó entre tú y tu padre, pero sé que fue algo importante. Y también sé que necesitas saber.

—Iremos a Copenhague el viernes. Veré a mi padre y, de paso, nos encontraremos con algunos ex compañeros de la escuela. Quizás nos divirtamos un poco.

La semana pasó con extraña calma. El viernes, con una determinación que no supe de dónde vino, nos subimos al coche. Manejar a través del puente de Öresund fue una experiencia llena de nerviosismo. Una conexión directa entre Suecia y Dinamarca. Elodie estaba fascinada con las vistas, y cuando pasamos por el túnel bajo el mar Báltico, sus ojos brillaban como si todo fuera magia.

Nos alojamos en un pequeño hotel cerca de Nyhavn. Desde la ventana se veían los tejados color ladrillo y el vaivén tranquilo de las bicicletas.

Nos reunimos con un grupo de amigos del colegio. Cuando llegó la hora, dejé a Elodie con ellos. Se había integrado muy bien. Me sonrió, y en esa sonrisa me dio la fuerza que necesitaba.

Caminé por calles que conocí en una escapada adolescente con mi entonces novio, hasta la dirección que figuraba en las cartas que mi padre le enviaba a mamá. Toqué la puerta. Me abrió una mujer de cabello rojizo, con algunos mechones rubios que hablaban de sus años. Su mirada era cálida, y la sonrisa que se dibujó en su rostro me confirmó que sabía quién era. En un instante, me tenía entre sus brazos, en un fuerte abrazo.

—No esperaba verte, pero es un gusto conocerte, Valkyrie —se alejó y posó su mano en mi mejilla—. Pasa, tu padre está en su taller.

Caminé junto a ella. En las paredes había fotos familiares: mi padre sonriendo junto a unos niños que, entendí, eran los nietos de la mujer que me había recibido.

Llegamos a la puerta. Ella me sonrió.

—Aunque no te esperábamos, siempre quise conocerte.

—Muchas gracias —respondí. Pareció darse cuenta de que no se había presentado. Rió.

—Disculpa, con la emoción olvidé que tú no me conoces. Me llamo Freja Hansen —suspiró entre risas y me tomó las manos—. Tu padre está aquí. Puedes entrar. Si necesitas algo, estoy cerca.

Se retiró. Me quedé frente a la puerta, como tantas veces frente al cobertizo en Malmö. Esa postura me recordó a la pequeña Valkyrie de nueve años que nunca se atrevió a tocar. Tomé valor. Toqué. El “pasa” del otro lado me recorrió la espalda como un escalofrío.

Entré. El lugar olía a libros viejos, café, madera… y a su perfume favorito. Lo vi inclinado sobre su banco de trabajo. Seguía igual: camisa azul planchada a la perfección, gafas de marco grueso algo torcidas. Su cabello, antes rubio, mostraba canas, y llevaba una barba grisácea.

Levantó la cabeza. Sus ojos verdes se encontraron con los míos. Y en ese instante, se llenaron de lágrimas que no intentó ocultar. Sonrió. Se levantó y me abrazó con fuerza.

Unos minutos después, notando mi incomodidad, se apartó. Me indicó un sillón. Me senté mientras él trasteaba entre sus cosas, como buscando en la preparación del café una excusa para no mirarme demasiado.

—Te ves bien —dijo finalmente, tendiéndome una taza.

—Tú también —mentí. Se veía cansado.

Nos sentamos frente a frente. Observé sus manos: temblaban apenas. Pero sus ojos tenían una luz distinta. Como si algo en él también hubiera cambiado.

—Papá… —empecé. Él alzó la mirada—. ¿Sabes por qué dejé de buscarte?

Guardó silencio. Bajó la vista, como si cada palabra pudiera romper algo.

—Siempre lo supe —su voz era baja, casi un susurro—. No supe quererte bien. Lo intenté… pero tenía miedo de hacerte daño. El trabajo me insensibilizó. No supe separar las cosas.

Durante mi vida me dieron pocas herramientas para manejar las emociones, y el trabajo terminó por quitármelas. Después de la muerte de tu abuela todo cambió. Ya no supe cómo darte cariño.

Tragué saliva. Me ardían los ojos.

—No supe cuándo tú y mamá se separaron, pero sí supe cuándo dejaste de amarla. Solo necesitaba que me dijeras que no era mi culpa. Que seguías ahí, aunque fuera de otra forma. Pero tú… simplemente te fuiste. Y no hablo físicamente —porque podía entender que no llegaras a los bailes o graduaciones—. Te fuiste emocionalmente.

Se pasó la mano por la cara. Un gesto torpe, vulnerable.

—Tenía miedo de hacer más daño del que ya había hecho. Me escondí detrás del trabajo. Del deber. Fue cobardía, lo sé. Pero también ignorancia emocional. No sabía cómo alcanzarte.




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