Cartas a un cobarde

Capitulo 14: La grieta y la luz

La música sigue golpeando suave, casi como una caricia, entre las paredes del bar. Las luces tenues juegan con los reflejos del vidrio, y las risas de mis amigos se siguen mezclando con el murmullo constante las conversaciones dispersas de las otras mesas.

Estábamos celebrando algo, no recuerdo exactamente qué. Quizás solo el simple hecho de estar juntos, vivos, lejos del invierno emocional que alguna vez me cubrió.

Sonreía y me reía a carcajadas, pero por dentro, algo se deshace lentamente. Me gusta este lugar, me gustan las personas que me rodean en este instante, pero hay momentos, pequeños y punzantes, en que todo se vuelve demasiado, demasiado bueno para mí.

Sentí la presión en el pecho, ese nudo que no se ve, pero pesa. Me excusé sin mucho ruido y Sali al pequeño balcón que daba a la calle lateral. El aire estaba, pero no lo suficiente para enfriar mi corazón, y lo agradecí.

Poco después, sentí una presencia familiar a mi lado, no dijo nada al principio. Solo se apoyó en la barandilla junto a mí, esa quietud que a veces es más poderosa que cualquier palabra, luego su suave voz acaricio y deshizo el nudo en mi pecho.

—¿Estás bien? —preguntó finalmente, sin mirarme.

Asentí. Mentí.

—Solo... a veces se me olvida cómo disfrutar las cosas sin pensar en todo lo demás.

Viktor sacó su encendedor, lo encendió solo para mirar la flama un segundo antes de apagarlo. Un gesto suyo cuando algo lo remueve.

—¿Sabes qué creo? —dijo—. Que arrastramos tanto silencio de la infancia, que a veces ni siquiera sabemos por qué nos duele lo que nos duele.

Mis ojos se llenaron un poco. No sabía si era por lo que dijo o por cómo lo dijo. Como si de verdad lo entendiera.

—Cuando era niña —empecé, y fue como abrir una caja que llevaba tiempo cerrada—, solía inventar historias para que mi padre se sintiera orgulloso. Le decía que me escogían en todo, que los profesores me elogiaban... aunque no fuera cierto. Quería que me mirara. Solo eso.

—¿Lo hizo? —preguntó él.

Negué.

—Nunca. Siempre había algo más importante. O más urgente. A veces creo que aprendí a brillar para otros, solo porque no supe cómo hacerlo para mí.

Viktor me miró entonces, y sus ojos tenían esa melancolía que solo se da entre quienes cargan cosas parecidas.

—Yo pasaba tanto tiempo tratando de no decepcionarlos —murmuró—, que se me olvidó preguntarme si ellos alguna vez me decepcionaron a mí.

Lo miré. Sonreí, pero con tristeza. Él me entendía. Y en ese momento, eso era suficiente. El silencio se quedó con nosotros, envolviendo el balcón como una manta ligera, permitiéndome respirar de nuevo. A veces, no hace falta más que una mirada que no juzga, una presencia que no exige explicaciones.

—No sé por qué me pasa esto —dije al cabo de un rato, la voz baja, como si no quisiera perturbar al mundo con mis confesiones—. Estoy rodeada de gente que me quiere, de personas luminosas. Estoy aquí, entera… pero algo adentro mío siempre busca la grieta. Siempre se asoma al abismo.

Viktor me escuchaba con esa calma suya, sin interrumpir, sin apurarse.

—Porque no se trata solo de estar rodeada —contestó finalmente—. Se trata de haber creído, por tanto, tiempo, que no merecías ser vista. De haber aprendido a traducir el afecto como una excepción y no como un derecho.

Sus palabras fueron un reflejo. Me vi en ellas. Me dolieron. Pero también me sostuvieron.

—A veces siento que soy un poco impostora —le confesé, con los ojos clavados en la ciudad que se desplegaba más allá de la calle—. Como si en cualquier momento alguien fuera a decir que ya fue suficiente, que ya se acabó la racha, que me devuelven a donde pertenezco.

—¿Y dónde crees que perteneces? —preguntó con suavidad.

No supe qué decir.

—No lo sé. Solo sé que… el frío emocional de mi infancia y después mi fallida relación de la cual no pude ni siquiera suponer que terminaría aún me visita. Que cuando me río muy fuerte, cuando la música me atraviesa demasiado bonito, cuando alguien me abraza sin esperar nada… mi primer impulso es desconfiar.

Él me ofreció un silencio limpio, ese que no incomoda, ese que permite que las palabras se asienten como ceniza.

—No estás sola —dijo entonces—. No lo estuviste del todo. Y ahora menos.

La ternura de sus palabras me desarmó. Me giré lentamente y me apoyé en su hombro, solo un momento, solo para sentir que todavía había algo que me anclaba a tierra.

A veces, no hace falta más que una mirada que no juzga, una presencia que no exige explicaciones. Después de un rato, volvimos dentro. Mis amigos seguían riendo, la música seguía golpeando suave, pero algo dentro de mí había cambiado de temperatura. Las horas pasaron y ya entrada la madrugada el bar fue quedando atrás, envuelto en la bruma nocturna de Copenhague. Caminábamos despacio, con las manos en los bolsillos, las mejillas encendidas por el frío del norte y por la densidad de todo lo no dicho.

Elodie iba a mi lado. Me bastó con mirarla de reojo para saber que también cargaba algo en el pecho. A veces no hacen falta palabras; el cuerpo tiene un lenguaje propio, una forma de confesarlo todo.

—¿Te pasa? —pregunté de pronto—. Eso de estar en medio de la alegría… y sentirte un poco ajena.

Ella suspiró. Su sonrisa fue tenue, íntima.

—Más veces de las que quisiera admitir —respondió—. Tu llegada a Cannes, nuestra amistad y la decisión de venir a Malmö me salvó de eso, un poco. De esa cárcel invisible donde todo debía verse perfecto, aunque por dentro se estuviera cayendo.

Asentí. Su historia no era tan distinta a la mía. Dos mujeres, dos heridas, un lugar que les ofrecía refugio en medio del caos.

—Hoy fue extraño para mí —admití, bajando un poco la voz—. Volver a ver a mi padre… me movió cosas que no sabía que aún tenía guardadas.

Elodie me miró, atenta.

—¿Quieres hablar de eso?

Guardé silencio un segundo, y luego asentí.




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