La mañana después del Midsommar amaneció tibia. La luz del verano escandinavo se filtraba como un susurro por la ventana. No era el calor abrasador del Mediterráneo, ni esa intensidad que hace hervir los pensamientos. Era más bien una caricia silenciosa. El tipo de resplandor suave que solo el verano del norte del mundo podía ofrecer.
Los días comenzaban a estirarse, a extenderse más allá de lo razonable, y las noches eran apenas una pausa breve, clara y casi transparente. Eran las cinco de la mañana y ya estaba completamente claro afuera. Las calles, más calladas que de costumbre, parecían seguir sumidas en el letargo festivo. Como si toda la ciudad aún se estuviese desperezando de la alegría acumulada, de las risas, del vino, de las canciones a coro que flotaban todavía en la memoria.
Una parte de mí también se sentía así. Todavía estaba bailando con mi corona de flores, la falda girando como un remolino alrededor de mis piernas descalzas. Pero otra parte… otra parte ya empezaba a caminar con paso más firme hacia lo que vendría.
Me encontré a mamá en la cocina. Estaba de espaldas, con su cabello recogido de cualquier manera, mirando por la ventana mientras el café terminaba de colarse. Llevaba puesta su bata de algodón, esa azul pálido que siempre olía a lavanda. Me sonrió cuando me vio entrar.
—¿Dormiste algo? —preguntó, alcanzándome una taza.
—No mucho. ¿Tú?
—Lo justo. No todos los días se celebra la vida así.
Nos sentamos a la mesa, en pijamas, descalzas, con las ventanas abiertas para dejar entrar la brisa salada. Las gaviotas parecían haber despertado antes que nadie.
—¿Sabes? —dijo mamá mientras untaba mermelada en una tostada—, te vi bailar ayer. Con Elodie, con los niños, incluso sola. Hacía mucho que no te veía así.
—¿Así cómo?
—Presente.
No supe qué responderle. Tal vez porque tenía razón. Tal vez porque esa palabra era, sin saberlo, la más precisa. Presente. No escapando, no reviviendo lo que dolía, no planificando para no sentir. Solo estando.
Elodie entró media hora después, todavía con la cara marcada por la almohada, tarareando una melodía que no reconocí. Llevaba puesta una camiseta que no era suya —probablemente mía— y el pelo en un moño caótico.
—Buenos días, criaturas de la luz —dijo, teatral, mientras se servía jugo.
—¿De qué planeta venías en tu sueño? —pregunté, riendo.
—De uno donde todas las fiestas duran tres días y nadie tiene resaca —respondió, y se dejó caer en una silla con un suspiro exagerado.
Todo parecía estar bien. Como si ese pequeño instante fuese un paréntesis suspendido en el tiempo.
Después de desayunar, salí a caminar. Sola, sin dirección. No llevaba auriculares. No los necesitaba. El sonido del mundo bastaba: las gaviotas, las ruedas de las bicicletas sobre el empedrado, las voces entrecortadas de los que caminaban cerca. Cada paso era un recordatorio: no tenía que correr. No más.
Me senté frente al mar Báltico. No llevaba libro ni cuaderno. Solo estaba yo, el mar, y una sensación nueva. Una paz que ya no parecía ajena.
Saqué el celular sin urgencia. Lo encendí solo para mirar las fotos de las últimas semanas. Astrid me había enviado una foto de ese día en Copenhague con Elodie riendo a carcajadas. Mamá me había sacado fotos de la conversación que tuve entre sonrisas con la abuela que me quedaba. También cuando estaba bailando. Todas esas imágenes mostraban algo que durante mucho tiempo me fue ajeno: calma.
También había fotos que Elodie me tomaba mientras trabajaba, sin que me diera cuenta. La frente fruncida, la mirada concentrada. Me gustaban esas fotos, aunque antes no las hubiese soportado. Eran reales.
Las subí a mis redes con el mensaje:
“A veces, la felicidad está en los pequeños momentos compartidos con quienes más amamos. Familia, amigos, raíces, trabajo... Estos instantes, sencillos pero llenos de significado, me recuerdan lo afortunada que soy de haber nacido donde nací, y de estar rodeada de amor genuino.”
Sonreí mirando al horizonte. Y entonces, llegó un mensaje.
Mis manos temblaron un poco. Cerré los ojos. Respiré profundamente. No volvería a llorar por esto. No me enojaría. Ya me había perdido demasiado intentando entenderlo. Porque ya no era la misma.
Guardé el teléfono sin responder. No por orgullo. Sino porque quería darme el espacio para decidir desde la calma, no desde la herida.
Volví a casa con el sol calentando ligeramente mis mejillas.
Elodie me vio entrar. Se incorporó, sin decir nada. Me estudió un segundo y luego desapareció por la cocina. Al rato volvió con una taza de té que dejó sobre la mesa frente a mí.
—Estoy acá —dijo simplemente, sentándose a mi lado.
Pasaron unos minutos de silencio. Finalmente hablé:
—Hoy sentí algo… distinto. Como si algo se hubiese movido. Como si algo hubiese cambiado sin hacer ruido.
—¿Y te asusta? —preguntó.
—Un poco. Porque no lo provoqué. No fue una decisión. Solo… pasó.
—A veces sanar es eso —intervino mamá, que había escuchado desde la otra habitación—. No una conquista, sino un permiso.
Me miró con esa ternura que sólo las madres saben dar.
—¿Qué pasó? —preguntó Elodie, sin apurarme.
—Recibí un mensaje. Me escribió… pidiendo perdón.
—¿Y qué sentiste?
—Nada inmediato. Solo un temblor leve en las manos. Y luego, paz. Porque por primera vez, no sentí la necesidad de responder.
—Eso es enorme —dijo mamá—. Es como dejar de cargar una maleta sin darte cuenta.
No dije nada más. Solo me acurruqué contra Elodie. Ella me rodeó con sus brazos y apoyé la cabeza en sus piernas. Así estuvimos un rato. Lentas. Silenciosas. Juntas.
Cuando llegó la hora de cenar, cocinamos entre risas, con las manos sucias de harina y vino derramado en el mantel. Como todos los días, pero distinto.
Subí a mi habitación dispuesta a dormir. Pero antes, vi el cuaderno. Lo había dejado de lado hace semanas. No porque no tuviese nada que decir, sino porque tenía demasiado. Hoy, sin embargo, las palabras vinieron con la calma con la que cae la primera hoja del otoño:
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despedidas y adiós, dolor traicion dudas mentiras, recuerdos y aprendizajes
Editado: 29.05.2025