El tiempo no lo cura todo, pero enseña. Y, a veces, lo suficiente como para poder seguir.
Han pasado días, o tal vez semanas. No lo conté con precisión porque ya no necesito medir el dolor para justificar mi existencia. Solo sé que las mañanas ya no son una batalla. Que me levanto, me ducho, hago café y desayuno con mi pequeña familia conformada por mi madre y Elodie, y voy al trabajo. Y no lo hago porque tenga que demostrarle nada a nadie, sino porque quiero sostener la vida que estoy empezando a querer de nuevo.
Mis manos ya no tiemblan cuando escribo mis sentimientos por las noches. Mi risa ha vuelto, aunque más baja, más íntima. He aprendido a convivir con el eco de lo que fue, sin que me hunda. Me volví más selectiva con mi paz, y con quién puede alterarla. Pero, sobre todo, me he transformado en una persona más generosa conmigo misma.
El verano aún se estira sobre los días como una sábana tibia, y ese día parecía no querer llegar a su fin. El sol brillaba tenue cuando salimos de casa rumbo a Copenhague, camino a la boda de mi padre. Él se casa. Con Freja.
Todavía me costaba decirlo en voz alta. No por celos ni rencor, sino porque los sentimientos que tengo hacia mi padre son un hilo extrañamente delicado que atraviesa cada versión que he sido. Y aún me estoy acostumbrando a verlo en una etapa nueva, que por primera vez en mucho tiempo no me deja afuera, no me hace sentir que voy a un lugar donde sobro.
La frescura que llega del mar a través de la ventanilla del coche de Viktor calma un poco los nervios. La risa coqueta de Elodie y Kalle, quienes habían comenzado a salir poco después de conocerse, en la parte de atrás, hace que suelte carcajadas, olvidando un poco todos estos pensamientos difusos.
Llevaba un vestido azul oscuro, de tela liviana, con una caída suave que rozaba mis tobillos. Tenía los hombros al descubierto y un escote recto que dejaba ver mis pecas sutiles en el pecho, dándome la sensación de elegancia sin esforzarme demasiado. El cabello lo llevaba suelto, peinado en suaves ondas que se deshacían con el viento, y un maquillaje que realzaba mis labios bajo un rojo quemado. Una sola joya: un brazalete de plata que heredé de mi abuela paterna. Me sentí distinta al mirarme al espejo, como si hubiera regresado a mi cuerpo con una dignidad nueva. Ya no era para gustar. Era para habilitarme.
A mi lado, Viktor —con su característico cabello hasta los hombros, rubio cenizo oscuro, recogido en una media coleta— llevaba su barba y bigote unidos, bien cuidados y perfectamente peinados para la ocasión. Iba con un impecable traje de tres piezas azul, camisa blanca con rayas delicadas en azul marino, corbata azul marino con puntos blancos y zapatos café. Ambos hombres llevaban flores rojas en los ojales de sus chaquetas. Miraba el perfil concentrado de Viktor y podía ver la hoja de un tatuaje más grande asomando por su cuello.
Elodie, como siempre, era un estallido. Vestía un conjunto naranja quemado con líneas suaves y geométricas, que hacía resaltar aún más su melena rubia, trenzada a medias con ramitas de lavanda entrelazadas. Sus ojos avellana chispeaban cuando hablaba con Kalle, como si la vida entera le pasara por la mirada. Verla me calmaba. Me recordaba que era posible volver a brillar sin pedir disculpas.
La casa donde se celebraba la boda era de madera clara, rodeada de jardines llenos de flores silvestres y mesas largas bajo toldos blancos. Todo olía a lavanda, madera húmeda, vino blanco frío, a verano. La celebración era pequeña, íntima, pero cuidadosamente hermosa.
Cuando bajé del auto, sentí un leve nerviosismo en el estómago. No era miedo. Era otra cosa: una mezcla de expectativa y ternura contenida. Iba a reencontrarme con mi padre en su nueva vida. Y con la familia que ahora formaba parte de la suya.
Mi padre me abrazó fuerte al verme. No dijo mucho. Nunca fue bueno con las palabras, pero tiene esos gestos que dicen lo que el orgullo le impide verbalizar. Su abrazo me dijo: "Gracias por venir. Me alegra verte.” Lo sentí todo. Y también lo necesitaba.
Freja me recibió con un fuerte abrazo, como la vez anterior. Conocí a su familia esa misma tarde. Y para mi sorpresa, fue… hermoso. Una de sus hermanas mayores me abrazó como si nos conociéramos de siempre. Una de las nietas pequeñas me trajo margaritas y me dijo que le gustaba mi nombre porque parecía de heroína de libro. Me reí con los primos, con sus tíos. Me sentí parte de algo sin tener que forzarme para encajar. No hubo máscaras. Ni pruebas. Solo acogida.
—Pareces una de nosotras —dijo una de las primas de Freja mientras brindábamos con prosecco—. ¿Seguro que no naciste de este lado de la familia?
—Tal vez en otra vida —respondí con una sonrisa genuina.
Conocí a los hijos de Freja, Kasper y Oskar, y a sus padres, y para mi sorpresa, la conversación fluyó como si nos conociéramos de antes. Me reí con ellos. Compartimos anécdotas de infancia, hablamos de libros, de películas viejas, de veranos pasados. Freja me abrazó largo, sin palabras innecesarias, y me dijo algo que guardé con cariño:
—Gracias por estar. No sabes lo importante que es para él… y para mí.
Asentí. No dije nada. Pero me emocioné.
En un momento del cóctel, me senté bajo un árbol, intentando procesarlo todo. Solveig, mi prima por parte de padre —a quien no veía desde que teníamos dieciséis— vino a mi encuentro. Tenía los labios pintados de un rojo deslavado y el cabello recogido en una trenza desordenada.
Solveig era un torbellino de energía. Llevaba un mono de lino azul claro y grandes aros dorados que se movían cada vez que reía. Tenía los dientes desordenados de forma encantadora y un lunar junto al labio. Tenía la risa de mi abuela paterna y los ojos claros de la rama que nunca me terminó de reclamar como suya. Me hizo un gesto para que me sentara con ellos.
—¡Valkyrie! Finalmente. Tu padre no paró de hablar de ti. Dios mío, estás tan distinta. Estás… bien —dijo con una sonrisa cálida.
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Editado: 14.06.2025