Para mi bebé que ahora se encuentra en paz,
descansa tranquilo, mi niño.
***
¿Qué pasa si pierdes al amor de tu vida?
A quien le juraste amor eterno para siempre, soñando con algún día ser solo ustedes dos y, quizá formar una familia.
Ser su amor y el de sus pequeños.
Sería... triste, ¿no?
Se dice que, en la vida, tendrás tres amores. El de la infancia, el de la adolescencia y finalmente, el de la adultez.
Pero Víctor ni siquiera había llegado a madurar cuando encontró a su único amor, pues conoció a aquella muchachita cuando apenas iniciaba su adolescencia. Tenía quince años cuando se encontró con Lucía, la niña nueva del salón. Esa chica de cabello rubio, de ojos cafés y finos labios. De contextura delgada y pequeña. Ella... ella lucía como un ángel para él. Dios, es que, jamás había visto a una muchacha tan hermosa.
Se enamoró de ella apenas la vio entrar. Sus ojos se iluminaron y se abrieron más de lo normal. Su piel se erizó, como si un rayo fuese a embestirlo allí mismo. Su corazón latió con fuerza, sus pupilas se dilataron y su respiración se hizo levemente pesada.
¿Era esa la extraña sensación del amor a primera vista?, ¿de verdad existía? Jamás había creído que fuese real aquello de lo que siempre escuchaba hablar al pequeño grupo de las chicas populares. No es que no creyera en el amor, pero eso de sentir cosquillas en el estómago con tan solo ver a alguien, le resultaba un poco increíble.
Justo en ese instante, en el que ella se presentaba porque la fastidiosa maestra de matemáticas se lo ordenó, «Unchained Melody» de Righteous Brothers, su canción favorita con la que fantaseaba bailar con el amor de su vida, empezó a sonar en su cabeza.
Después de que sus oídos fueran bendecidos con aquel timbre tan dulce de voz, ella caminó tranquila con una ligera sonrisa y decidió sentarse adelante, mientras él estaba atrás. Su mejor amigo debió ver su cara de embobado por la nueva chica, porque le sonrió divertido.
—¿Qué pasa? ¿Te enamoraste de la nueva?
Él reaccionó al instante y acomodó aquellos viejos anteojos que le hacían doler el puente de la nariz.
—Cállate, Luis.
—Ohhh, ya veo. A mi querido «no me enamoro tan fácilmente» le late el corazón por una chica.
—¡Que te calles!
La maestra giró con el ceño severamente fruncido y rápidamente localizó al responsable del ruido.
—¡Silencio, joven Víctor!
Al ponerse rojo de la vergüenza, solo pudo bajar ligeramente la cabeza y luego articular:
—L-lo siento, señorita Miel.
Miel. Al igual que el tan conocido personaje de la maestra Miel de la película «Matilda». Claro, como si ella fuera dulce. Ella solo entrecerró los ojos y siguió centrada en alguna revista de moda que traía desde el mes pasado sin terminar de leer. Luis, quien soltaba pequeñas risitas, se inclinó al asiento de su mejor amigo nuevamente.
—Ay, pero, no te pongas así. ¿Por qué no le hablas? Invítala a salir.
Rodó los ojos, ahora mirando a su amigo.
—Luis, ¿acaso no me has visto?
—Pues sí, te conozco desde que estabas en el vientre de tu madre. Casi venimos del mismo útero.
Ellos se conocían hasta el alma de hecho. En el buen sentido. Sus madres fueron amigas en la escuela en la que ellos ahora estudiaban. Y claro, por coincidencia del destino, ambas se embarazaron al mismo tiempo, por lo que Luis y Víctor eran como hermanos de diferentes madres.
Pero Víctor se adelantó, de hecho. Nació un mes antes. Aunque eso no fue excusa para ser uno de los mejores estudiantes de la escuela a pesar de que la ciencia diga que un bebé prematuro tiene menos potencia intelectual que uno nacido después de las semanas correctas de gestación. Luis no lo envidiaba en lo absoluto, a él le gustaba ser alguien que sabía, pero no demasiado.
Pero volviendo a la realidad...
—Luis, mírame. Mi cabello es rizado, soy moreno y de altura promedio. ¡Me veo horrible! Siempre espanto a las chicas.
El chico negó con la cabeza, con una leve sonrisa divertida.
—Víctor, tienes que dejar de tener esos pensamientos. Mira, eres un chico simpático. Solo sé tú mismo y conquístala.
El mencionado dejó pasar lo gay que sonó eso.
—Lo dice el que tiene rasgos gringos y las chicas lo siguen como moscas.
—Oye, no me juzgues por los gustos de mi madre. No es mi culpa que se haya casado con un alemán de metro noventa.
—Pues yo no tuve la misma suerte, Luis. Mi madre se casó con su novio de la primaria.
Luis no evitó reír por la historia. Claro que recordaba lo que su madre le contaba sobre su mejor amiga. Como la madre de Víctor cayó redondito hacia ese muchacho con los mismos rasgos que tenía él ahora.
—Ya, hermano. Deja eso. Tus rasgos no son malos. Solo debes confiar en ti mismo.
Se quedó unos segundos en silencio.