Cartas que Nadie Envió

Capítulo 1 - El sonido que hace el pasado

La llave giró con dificultad, como si la cerradura misma dudara en aceptar a un nuevo inquilino. Eloy empujó la pesada puerta de madera con el hombro, haciendo crujir el umbral en un lamento que pareció más humano que material.
Dentro, el apartamento olía a tiempo detenido: una mezcla de polvo, humedad y algo más indefinible, como la fragancia suave de los recuerdos olvidados.

El lugar no era grande. Un salón que apenas contenía una chimenea abandonada, una cocina tímida al fondo y un dormitorio que prometía poco más que un refugio contra el viento. Pero había algo en esas paredes desconchadas, en los vitrales torcidos, que hablaba directamente a una parte silenciosa de él.

Dejó caer su mochila en el suelo y caminó descalzo sobre las tablas de madera, que protestaban con cada paso. La luz de la tarde, filtrada a través de una cortina vieja, dibujaba patrones pálidos sobre el suelo. Sin saber por qué, Eloy se arrodilló en el centro del salón y pasó la mano sobre la madera.

Fue entonces cuando lo sintió: una leve vibración, un hueco invisible bajo la tabla suelta. Curioso, clavó las uñas y, con un pequeño tirón, la desprendió. Lo que encontró no fue polvo ni insectos ni nada de lo que la lógica le habría preparado.

Era una caja.
Pequeña, de un azul deslavado, atada con un hilo que parecía a punto de romperse. La levantó con cuidado, como si el más leve movimiento pudiera deshacerla, y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. Por un momento dudó.
Había algo reverente en ese acto, como abrir un relicario que no le pertenecía.

Finalmente, deshizo el nudo.

Dentro, había cartas.
Montones de ellas.
Cada una escrita con una caligrafía elegante y dolida, fechadas desde principios de los años setenta hasta finales de los ochenta. Siempre dirigidas a la misma mujer: Lucía.
Sin sellos postales.
Nunca enviadas.

La primera carta estaba en la cima, más arrugada que las demás, como si hubiera sido leída una y otra vez. Eloy la sostuvo entre sus dedos y comenzó a leer.

"Lucía,
No sé si algún día te llegarán mis palabras,
pero escribirlas me salva de caer en la tristeza de tu ausencia.
Hoy te vi en el parque, llevando un vestido color menta que el viento parecía envidiar.
Y por un momento, el mundo fue solo un eco de tu risa."

La letra bailaba con una tristeza hermosa.
Eloy cerró los ojos y, por un instante, pudo ver a Lucía: una figura borrosa, riendo contra un atardecer que ya no existía.
Sintió una punzada en el pecho.
Algo viejo y olvidado había despertado en él, algo que no tenía nombre pero que conocía demasiado bien.

Pasó la tarde leyendo carta tras carta, devorándolas como quien bebe agua tras un largo exilio. No se dio cuenta de cuánto tiempo había pasado hasta que la oscuridad llenó el departamento, obligándolo a encender la vieja lámpara de pie que apenas funcionaba.

"Lucía,
No sé si recordarás la tarde que te ofrecí un libro en la librería de la calle 8.
Tú sonreíste, y supe que toda mi vida cabía en ese gesto."

¿Quién era este hombre que había escrito tanto amor en papeles que jamás serían respondidos?
¿Quién era Lucía, que merecía tantas palabras no correspondidas?

Eloy apoyó la espalda contra la pared, la caja de cartas en su regazo, y dejó que una certeza lo invadiera: necesitaba encontrarla.

No era simple curiosidad.
Era algo más visceral, más primitivo.
Como si las cartas, o el hombre que las escribió, o la mujer que las inspiró, tiraran de hilos invisibles atados a su alma.

Afuera, la ciudad respiraba en murmullos apagados.
Dentro, Eloy abrazaba la caja como si fuera un mapa hacia un lugar que nunca había sabido que buscaba.

Y, sin saberlo aún, había dado el primer paso hacia la única historia que valdría la pena contar.




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