La tarde cayó como un suspiro largo sobre Calle Olmo.
La luz que entraba por las ventanas parecía querer acariciar las paredes, pero se deshacía en partículas de polvo suspendido en el aire.
Eloy y Amelia permanecían sentados uno frente al otro, con una mesa baja y agrietada como única frontera entre ambos.
La caja de cartas, ahora abierta entre ellos, parecía un relicario prohibido.
Amelia sacó otra carta al azar.
Sus dedos, aún inseguros, rozaron el papel con una mezcla de respeto y temor.
—No entiendo —dijo en voz baja, como si hablara más consigo misma que con Eloy—.
¿Quién era este hombre? ¿Por qué escribirle tanto… y no enviarlas jamás?
Eloy observó su rostro con disimulo.
Había en Amelia una tristeza contenida, un muro de desconfianza que no caería fácilmente.
Pero también había algo más: una curiosidad compartida, una necesidad inconsciente de entender.
—Quizás —aventuró Eloy, eligiendo sus palabras con cuidado—, escribir era su única forma de seguir cerca de ella.
A veces, no esperamos respuestas.
Solo… no queremos olvidar.
Amelia levantó la vista.
Por un segundo, sus ojos se encontraron.
Había algo allí, algo no dicho, suspendido en el aire como una promesa aún por nacer.
Ella bajó la mirada rápidamente, rompiendo el hechizo.
—¿Sabes lo curioso? —dijo, tomando otra carta—.
Mi abuela siempre llevaba un diario.
Lo escondía.
Nunca lo mostró a nadie.
—¿Lo conservas?
Amelia negó con la cabeza.
—Cuando murió, mi madre vendió casi todo lo que le pertenecía.
No quedó mucho.
Eloy sintió una punzada, como si una parte de la historia hubiera sido arrancada sin remedio.
Pero también una chispa de obstinación.
—Puede que haya algo más —dijo, con suavidad—.
Fotos. Documentos.
Pequeñas pistas.
Todo deja huellas, aunque no lo queramos.
Amelia esbozó una sonrisa breve, casi triste.
—Eres muy terco —comentó.
Eloy encogió los hombros, sonriendo de lado.
—No estaría aquí si no lo fuera.
Ella rió apenas, una risa breve, seca, como quien no está acostumbrado a reír.
La noche comenzó a envolver la casa.
Amelia encendió una lámpara de pantalla amarillenta que llenó el salón de una luz cálida, imperfecta, como de otro tiempo.
Se pusieron a revisar juntos las cartas, ordenándolas por fechas, buscando patrones, nombres mencionados, pistas veladas entre líneas apasionadas.
De vez en cuando, alguno leía un fragmento en voz alta, y el otro escuchaba en silencio, como si compartieran un secreto que apenas comprendían.
"Lucía,
Hoy llovió y pensé en tus ojos,
en cómo parpadean cuando el viento frío toca tus pestañas."
"Lucía,
¿Sabes?
No importa cuántas veces no me respondas,
yo seguiré escribiéndote.
Mi amor no necesita un eco para ser verdadero."
Eloy sentía que las palabras le atravesaban la piel.
Cada línea escrita por ese hombre —¿Ismael?— era un acto de resistencia silenciosa contra el olvido.
Amelia, a su manera, también parecía afectada.
Apretaba los labios, fruncía el ceño, a veces dejaba escapar un suspiro que era más un lamento que una respiración.
Finalmente, cuando el reloj marcó las once, Amelia se puso de pie.
—Es tarde —dijo—.
Debes tener otras cosas que hacer.
Eloy la miró, entendiendo que era más una invitación a irse que una simple observación.
Se levantó también, recogiendo su chaqueta del respaldo del sofá.
—Gracias —dijo—.
Por dejarme estar aquí.
Por confiar, aunque sea un poco.
Amelia asintió, pero no dijo nada.
Eloy se acercó a la puerta.
Antes de salir, se volvió hacia ella.
—Mañana volveré —dijo—.
Si me dejas.
Amelia lo miró en silencio.
Por un momento, parecía debatirse entre cerrarle la puerta o dejar que sus propias defensas cedieran.
Finalmente, murmuró:
—A las cinco.
No antes.
Eloy sonrió.
No necesitaba más.
Salió a la noche fría, el eco de las cartas aún palpitando en su pecho.
Mientras caminaba de regreso a casa, no pudo evitar pensar que, de algún modo extraño, estaba empezando a escribir su propia carta.
Una que aún no sabía a quién sería enviada.
Una que, tal vez, nunca se atrevería a entregar.
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Editado: 28.04.2025