Cartas que Nadie Envió

Capítulo 8 - El peso de las verdades olvidadas

El resto de la mañana lo pasaron explorando Santa Brisa, como dos intrusos tímidos en una ciudad de fantasmas.

Cada esquina parecía susurrar algo: una banca vacía que alguna vez fue testigo de risas, un farol torcido donde probablemente se prometieron cosas que no pudieron cumplir, una tienda cerrada donde tal vez, en otra vida, compraron dulces bajo el sol.

Eloy y Amelia caminaban tomados de la mano de forma natural ahora, sin necesidad de justificar el contacto.
No era posesión ni necesidad: era una forma de anclarse el uno al otro en medio de la incertidumbre.

A media tarde, decidieron volver a la casa costera.

El desván seguía allí, suspendido en su inmovilidad de polvo y viento.

Subieron de nuevo, revisando los cuadernos olvidados que no habían abierto del todo el día anterior.

En uno de ellos, entre páginas repletas de listas de compras, recetas de cocina y anotaciones dispersas, encontraron algo que los detuvo.

Una carta.

No era de Ismael.

Era de Lucía.

Una carta dirigida a su hija.
A la madre de Amelia.

La letra era firme, pero el papel temblaba bajo sus dedos.

"Mi querida Sofía:
No sé si algún día llegarás a leer estas palabras.
Hay cosas que nunca supe cómo decirte, heridas que preferí callar para no herirte también a ti.
Pero debes saber que no todo lo que nos contaron sobre el amor es cierto.
A veces amamos con todas nuestras fuerzas, y aún así no es suficiente.
A veces elegimos alejarnos, no porque no amemos, sino porque quedarse significaría destruir lo que amamos.
Yo elegí marcharme, no porque no amara a Ismael, sino porque amarlo era ponerlo en peligro.
Mi amor por él fue, es y será siempre… una promesa rota en nombre de su libertad.
Perdóname, si puedes."

Amelia dejó caer la carta sobre su regazo, como si el peso de las palabras fuera demasiado.

Eloy la miró, en silencio.

—¿Ponerlo en peligro? —susurró Amelia, más para sí misma que para él—.
¿De qué estaba huyendo?

Eloy recogió la carta, volviéndola a leer.

—Quizás no fue una simple historia de amor prohibido —dijo en voz baja—.
Quizás había algo más.
Algo que los obligó a separarse.

Amelia frunció el ceño, luchando contra los recuerdos que no tenía.

—Mi madre siempre hablaba de "errores" de mi abuela.
De decisiones que mancharon el nombre de la familia.
Nunca entendí a qué se refería.

El viento golpeó las ventanas como un lamento.

Eloy sintió una punzada en el estómago.
Un presentimiento.

—¿Podría haber sido… algo social? —aventuró—.
¿Una diferencia de clases?
¿Un escándalo?

Amelia negó, pensativa.

—No era eso.
O al menos, no solo eso.

Se miraron, entendiendo que habían alcanzado un punto en el que las respuestas podían herir más que la ignorancia.

Pero también sabiendo que era demasiado tarde para detenerse.

Eloy extendió la mano y rozó la de Amelia.

Ella no se apartó.

—Sea lo que sea —dijo él—, lo descubriremos juntos.

Amelia cerró los ojos un momento, como buscando fuerza en la oscuridad detrás de sus párpados.

Cuando los abrió, una determinación nueva brillaba en ellos.

—Mañana —dijo—.
Iremos al registro civil del pueblo.
Quizás haya actas, documentos antiguos… algo que nos diga qué pasó realmente.

Eloy asintió.

La búsqueda ya no era solo sobre Lucía e Ismael.

Era sobre ellos también.

Sobre su capacidad de confiar.
Sobre su disposición a enfrentar las verdades incómodas.

Esa noche, cuando se acostaron en el suelo frío de la casa costera, no durmieron abrazados.
Cada uno se recostó de lado, mirándose en la penumbra, dejando que el silencio tejiera hilos invisibles entre sus cuerpos.

Y aunque no dijeron una palabra más, ambos sabían que el verdadero viaje acababa de comenzar.

Un viaje no solo hacia los secretos del pasado.
Sino hacia lo más profundo de sí mismos.




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