Cartas que Nadie Envió

Capítulo 9 - Las verdades que preferimos no encontrar

El edificio del registro civil de Santa Brisa era una estructura gris, cuadrada y sin pretensiones, como si hubiese sido construida para resistir el paso del tiempo sin jamás intentar embellecerse.

Cuando Eloy y Amelia cruzaron sus puertas, el olor a papeles viejos y humedad los envolvió de inmediato.
El funcionario de turno, un hombre de mediana edad con gafas gruesas, los miró con la desconfianza automática reservada para los forasteros.

—¿Qué buscan? —preguntó, sin molestarse en ocultar su tedio.

Amelia, más segura que Eloy, dio un paso al frente.

—Buscamos registros antiguos —dijo—.
De los años setenta.
El nombre es Lucía Andrade.

El funcionario frunció el ceño, pero después de una pausa —y tras hacerlos firmar un formulario innecesariamente largo—, desapareció en una sala trasera repleta de archivos polvorientos.

La espera fue larga.
Cada tic-tac del reloj colgado en la pared parecía arrancar un fragmento de ansiedad del pecho de Amelia.

Eloy le apretó la mano con suavidad.

—Sea lo que sea, no tienes que cargarlo sola —le susurró.

Amelia no respondió.
Solo apretó su mano de vuelta.

Finalmente, el funcionario regresó, cargando un par de carpetas desvencijadas.

—Esto es todo lo que encontramos sobre ella —dijo, dejándolas caer sobre el mostrador.

Se sentaron en una mesa al fondo de la sala, bajo un fluorescente que zumbaba con desgana.

La primera carpeta contenía documentos rutinarios: certificados de residencia, recibos de servicios básicos.
Nada fuera de lo normal.

Pero la segunda…

La segunda contenía un expediente más delgado, pero infinitamente más perturbador.

Amelia abrió la carpeta, sus manos temblando apenas.

Dentro había una denuncia.
Una denuncia fechada en 1975.

Lucía Andrade, acusada de haber intentado huir del país con un joven —Ismael Rojas—, perseguida por motivos políticos.

Amelia leyó y releyó el documento, su rostro perdiendo el color.

Ismael no era solo un amor prohibido.
Ismael era un fugitivo.

Lucía había intentado escapar con él.
Había puesto en riesgo su vida, su estatus social, su familia.
Todo.

Pero los habían descubierto.

Y mientras Ismael lograba huir, Lucía había sido obligada a regresar, sola, bajo amenazas de represalias contra su familia.

Todo encajaba ahora.
La tristeza en las cartas.
La distancia dolorosa.

Lucía no se había alejado por falta de amor.
Se había sacrificado para proteger a quienes amaba.

Amelia dejó caer los papeles sobre la mesa y se llevó ambas manos al rostro.

Eloy, sin decir nada, se acercó a ella.
Se arrodilló a su lado, como quien se arrodilla frente a un altar roto.

—No era la historia que imaginabas —murmuró.

Amelia negó con la cabeza, las lágrimas asomando sin permiso.

—Mi madre… —susurró, con la voz quebrada—.
Mi madre siempre la culpó.
Siempre la juzgó sin saber.
Y yo… yo también.

Eloy no intentó ofrecer consuelo barato.
No dijo que todo estaría bien.
Sabía que algunas heridas necesitaban doler antes de sanar.

Solo se limitó a estar allí, con ella, compartiendo el peso insoportable de la verdad.

Cuando Amelia finalmente bajó las manos, sus ojos estaban enrojecidos, pero también más claros, más decididos.

—Quiero saber más —dijo—.
Quiero encontrar a Ismael, si aún vive.
Quiero… terminar lo que ella empezó.

Eloy asintió.

—Iremos hasta el final —prometió.

Aferrados uno al otro como dos sobrevivientes en medio de una tormenta, salieron del registro civil.

Afuera, el viento parecía haber cambiado.
El mar rugía más fuerte.
El mundo giraba igual, indiferente, pero dentro de ellos algo se había movido de manera irreversible.

Porque a veces, encontrar la verdad no era suficiente.

A veces, había que reconstruir lo que la verdad había destruido.




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