El viaje de regreso a la ciudad fue silencioso.
No era el silencio incómodo de quien no sabe qué decir, sino el de quienes han visto demasiado, quienes llevan en el pecho un peso nuevo, difícil de acomodar.
Amelia apoyó la cabeza contra la ventana del bus, dejando que el vaivén del camino la meciera en un sueño ligero y roto.
Eloy, a su lado, no cerró los ojos ni un instante.
La observó en la penumbra, cada respiración, cada pequeño gesto de cansancio.
Cuando llegaron de madrugada, la ciudad los recibió con su ruido constante, sus luces frías, su indiferencia brutal.
El departamento de Eloy, con su caos de libros y sábanas revueltas, les pareció, por contraste, un refugio perfecto.
Amelia se dejó caer en el sofá, cubriéndose el rostro con las manos, dejando escapar un suspiro que parecía arrastrar semanas de agotamiento.
Eloy se sentó a su lado, sin hablar.
Por un largo rato, solo compartieron el mismo aire, el mismo cansancio, la misma necesidad de no estar solos.
Finalmente, Amelia habló.
—¿Crees que es posible amar de verdad… y aún así fallarle a la persona que amas? —preguntó, su voz deshaciéndose en la oscuridad.
Eloy tardó en responder.
—Creo que sí —dijo—.
Que a veces el amor no es suficiente para salvarnos de nosotros mismos.
O del mundo.
Amelia bajó las manos y lo miró.
Había algo crudo en su mirada, una vulnerabilidad que la hacía aún más hermosa.
—Yo tengo miedo —confesó—.
No del amor en sí.
Tengo miedo de… amar tanto a alguien, que perderlo me destruya.
Eloy sintió que cada palabra le atravesaba la piel como agujas de hielo.
Se acercó.
No para besarla, no para poseerla, sino para estar cerca.
Para ser el ancla que ella necesitaba.
—No voy a prometerte que no voy a fallar —dijo, con brutal honestidad—.
Nadie puede prometer eso.
Pero sí te prometo que, si caemos, caeremos juntos.
Y que, si duele, dolerá en mis brazos.
Amelia cerró los ojos, una lágrima escapando sin permiso.
Eloy la abrazó.
No como se abrazan los cuerpos, sino como se abrazan los miedos, las grietas, los pedazos rotos.
Ella apoyó la cabeza contra su pecho, escuchando el latido lento, terco, humano.
Y allí, en medio del ruido de la ciudad, en medio del caos del mundo, Amelia permitió algo que llevaba toda una vida negándose:
Permitió confiar.
Permitió caer.
Permitió amar.
Se abrazaron durante lo que pareció una eternidad.
No buscaron más palabras.
No intentaron explicar lo inexplicable.
Cuando finalmente se separaron, sus ojos estaban más claros, sus sonrisas más frágiles pero también más reales.
Eran dos personas imperfectas, heridas, cargando cicatrices invisibles.
Pero por primera vez, ya no cargaban solas.
Y aunque la búsqueda de Ismael apenas comenzaba, aunque los fantasmas del pasado aún se cernían sobre ellos, aunque el miedo seguía allí, latiendo en las sombras...
Habían encontrado algo más poderoso que cualquier temor:
La promesa silenciosa de no soltarse.
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Editado: 28.04.2025