La ciudad los recibió con un frío distinto.
No era el viento ni la temperatura:
Era el peso invisible de volver al lugar donde todo había comenzado, pero donde ahora todo era distinto.
Eloy abrió la puerta de su departamento y dejó que Amelia entrara primero.
No encendieron las luces.
Dejaron que la penumbra los abrazara, como un refugio necesario.
Amelia se sentó en el borde del sofá, abrazándose las piernas.
Eloy, de pie frente a la ventana, observaba el parpadeo lejano de los faroles de la calle.
Pasaron minutos sin hablar.
Hasta que Amelia rompió el silencio:
—¿Qué hacemos ahora?
Su voz no era débil.
Era honesta.
Cruda.
Eloy se volvió hacia ella.
—Ahora —dijo— tenemos que decidir si queremos quedarnos.
Amelia frunció el ceño.
—¿Quedarnos?
Eloy cruzó la distancia entre ellos en dos pasos.
Se sentó frente a ella, en el suelo, a su misma altura.
—Sí —dijo—.
Quedarnos en esto.
En lo que somos ahora.
No en lo que éramos antes.
No en lo que nos enseñaron a temer.
Sino en este instante.
En esta posibilidad.
Amelia bajó la mirada.
—Tengo miedo, Eloy —susurró.
Él sonrió con tristeza.
—Yo también.
Ella alzó la vista, y en sus ojos había un brillo vulnerable que Eloy nunca había visto en nadie más.
—Tengo miedo de amarte —confesó—.
Porque si te amo, si de verdad te amo, no sé si podría soportar perderte.
Eloy tragó saliva.
El peso de esas palabras era enorme.
Se acercó más.
Tomó sus manos entre las suyas.
—Amelia —dijo, con voz temblorosa pero firme—, no voy a prometerte que no dolerá.
No voy a prometerte que será fácil.
Pero puedo prometerte que, si saltas…
yo saltaré contigo.
Ella cerró los ojos, dejando que una lágrima resbalara libremente por su mejilla.
—¿Y si me rompo? —susurró.
Eloy apretó sus manos con más fuerza.
—Entonces te ayudaré a reconstruirte.
Pedazo a pedazo.
Una y otra vez.
El silencio que siguió no fue vacío.
Fue lleno.
Pleno.
Y entonces, sin prisa, sin miedo, sin expectativas, Amelia se inclinó hacia él.
Se encontraron en un beso lento, profundo, consciente.
Un beso que no prometía eternidades, ni finales felices, ni inmunidad contra el dolor.
Solo prometía presencia.
Aquí. Ahora.
Contigo.
Cuando se separaron, sus frentes quedaron apoyadas una contra la otra.
Amelia sonrió, rota y entera al mismo tiempo.
—Quiero quedarme —dijo, en un susurro que apenas rompía el aire.
Eloy cerró los ojos, dejando que esas palabras se tatuaran en su memoria.
—Entonces quédate —murmuró.
Y en ese instante, en ese pequeño departamento olvidado en el caos de la ciudad, sin testigos ni pactos formales, eligieron.
Eligieron quedarse.
Eligieron amarse.
Eligieron saltar, aunque el abismo los mirara de vuelta.
#3252 en Novela romántica
#832 en Novela contemporánea
drama romantico, novela corta historia conmovedora, romance emocional
Editado: 28.04.2025