El día en que ella firmó el contrato que cambiaría su vida para siempre no hubo música, ni sonrisas, ni flores. No hubo nada que pudiera suavizar la sensación de estar dando un paso hacia un lugar del que no habría retorno. Solo una mesa fría, unos documentos que olían a tinta reciente y una presencia masculina que parecía llenar la habitación incluso antes de que él hablara.
Ariana lo sintió. No necesitó verlo para saber que él estaba allí, observándola, estudiando cada uno de sus movimientos con una intensidad que la ponía nerviosa. Su respiración se volvió más corta, casi imperceptible, mientras tomaba asiento frente al contrato. Le temblaban las manos, pero trató de ocultarlo apoyándolas sobre su falda.
El notario carraspeó, acomodando sus papeles, pero ella casi no lo escuchó.
Solo podía sentirlo a él.
Dorian Vega.
El hombre con quien estaba a punto de comprometerse mediante un matrimonio que ninguno de los dos fingía llamar “por amor”. Él ni siquiera trataba de adornarlo con frases diplomáticas. Le había dicho claramente:
—No pretendo convencerte. No pretendo comprarte. Ya estás decidida, Ariana. Solo vengo a firmar lo que ya es inevitable.
La primera vez que lo escuchó decir esas palabras, su estómago se revolvió. No por miedo, no exactamente. Era algo distinto, más difícil de explicar. Una mezcla peligrosa entre rechazo y una atracción absurda, casi involuntaria, que su cuerpo parecía sentir aunque su mente gritara lo contrario.
Pero ahora, con él detrás de ella, esa sensación se hacía insoportablemente real.
Ariana respiró hondo y levantó la vista hacia el contrato. Su nombre escrito en letra elegante, junto al de ella, parecía un recordatorio perverso de que él ya había decidido el destino de ambos mucho antes de que ella pudiera siquiera imaginarlo.
“Dorian A. Vega.”
Tres palabras que desde semanas atrás se habían vuelto una sombra persistente en sus días.
—Ariana… —dijo su madre a su lado, tocándole el brazo como si pudiera apoyarla, aunque en realidad no sabía ni por dónde empezar a explicar la decisión que habían tomado por ella.
Ella no respondió. No confiaba en su voz. Si hablaba, quizá se quebraría, o quizá diría cosas de las que después se arrepentiría.
El notario se aclaró la garganta una vez más.
—Señorita Álvarez, si gusta puede leerlo… o proceder a firmar.
Ella tragó saliva.
Sentía la mirada de Dorian quemándole la nuca.
Y entonces lo escuchó. Su voz. Profunda. Grave. Demasiado segura.
—Ya lo leyó —dijo él—. Y no cambiará nada leerlo otra vez.
La madre de Ariana bajó la vista. El notario se removió incómodo. Pero Dorian no parecía darse cuenta, o no le importaba.
Esa era otra de las cosas que Ariana había aprendido muy rápido de él: Dorian no hacía preguntas. Dorian no justificaba nada. Dorian no aceptaba un “no” como respuesta.
Ella cerró los ojos un momento. Quería recordar por qué estaba ahí. Quería recordar las razones. Pero todo se mezclaba en su cabeza: la deuda de su familia, la empresa al borde del colapso, el chantaje implícito que nunca se mencionó en voz alta, pero que todos conocían demasiado bien.
“Tu matrimonio puede salvarnos”, había dicho su padre dos noches antes, con la voz quebrada.
Y ella, como tantas otras veces en su vida, había sido la que tuvo que cargar con las consecuencias de los errores ajenos.
Abrió los ojos lentamente y tomó la pluma. La tinta negra la esperaba.
Pero antes de firmar, sintió que el aire detrás de ella se movía. Dorian había dado un paso. Solo uno, pero lo suficiente para que ella lo sintiera.
—Ariana —dijo él con un tono que no admitía distracciones—. Mírame.
Ella lo hizo. Giró la cabeza hacia él, como si una fuerza invisible la obligara.
Y ahí estaba él.
Dorian Vega.
Elegante como siempre. Traje oscuro perfectamente ajustado. Cabello negro peinado hacia atrás. Un rostro demasiado atractivo, demasiado preciso, demasiado… intenso. Pero nada de eso era lo que más la inquietaba.
Era su mirada.
Sus ojos oscuros que no parpadeaban, que la analizaban, que la reclamaban sin decirlo.
Tenía una forma de verla que la hacía sentir desnuda. No físicamente, sino emocionalmente, como si él pudiera entrar en cada rincón de sus pensamientos. No era una mirada de simple interés: era posesiva. De un nivel de intensidad casi doloroso.
—Esto no es un sacrificio —dijo él suavemente, con una voz cargada de una seguridad inquietante—. Es un destino. Simplemente… estás aceptando lo que ya era tuyo.
Ella frunció el ceño.
—No soy un objeto —murmuró.
La esquina de sus labios se curvó apenas, en una sonrisa que no era amable.
—Nunca dije eso.
Pero la forma en que lo dijo… lo insinuaba todo.
Ariana sintió una corriente eléctrica en la espalda. Él estaba demasiado cerca. Demasiado. Y sin embargo, no hizo ningún movimiento inapropiado. Solo la miraba. Como si eso fuera suficiente para ejercer control.
Tal vez lo era.
Respiró hondo una vez más y volvió la vista hacia el documento. La punta de la pluma tocó el papel.
—Firmaré —dijo, casi en un susurro.
—Por supuesto que sí —contestó él.
Y aunque sus palabras parecían transitivas, el tono de su voz tenía algo más profundo, como si hubiera estado esperando ese momento desde hacía mucho tiempo.
Ella trazó las primeras letras de su nombre. El sonido leve de la tinta recorriendo el papel parecía amplificado por el silencio que llenó la habitación. Cuando terminó, la pluma cayó ligeramente al lado del contrato. Estaba hecho.
Ya no había marcha atrás.
El notario carraspeó otra vez, como tratando de romper la tensión.
—Muy bien —dijo—. Ahora solo falta la firma del señor Vega.
Pero él no se movió.
Siguió mirándola.
Y entonces, ante los ojos perplejos de todos, Dorian apoyó una mano en el respaldo de la silla de Ariana, inclinándose lo suficiente para hablar solo para ella.