La puerta cerrada detrás de Alejandro dejó un vacío espeso en el departamento. Un silencio nuevo. Un silencio que no era paz, ni calma… ni libertad.
Era un silencio que tenía forma.
Un silencio que la rodeaba como un cerco hecho de aire y de algo más oscuro.
Isabella apoyó la mano en la puerta. La madera aún vibraba con el eco de la última palabra de él:
Todo.
La habitación estaba igual que siempre, pero no era la misma. Era como si cada objeto —el sofá, la lámpara, los libros acomodados sin orden, la taza que había dejado esa mañana en la mesada— hubiera adquirido otro significado.
El mundo seguía igual.
Ella ya no.
Caminó hacia la sala sin prender la luz. Quería pensar, pero cada pensamiento se le escapaba como agua entre los dedos. Se sentó en el borde del sillón y apoyó los codos sobre las rodillas, sintiendo un temblor que no sabía si era miedo, nervios o una corriente desconocida que llevaba su nombre y el de él entrelazados sin permiso.
Respiró hondo.
En su frente todavía parecía latir la mirada de Alejandro.
Esa mirada que pesaba, que a veces dolía, que siempre la atrapaba.
—¿En qué me metí…? —susurró al vacío.
Pero esa no era la pregunta correcta.
La correcta era:
¿En quién me metí?
Porque lo que fuera que él era… ahora la rodeaba aunque no estuviera ahí.
Una presencia sin presencia.
Un abrazo sin tacto.
Una cárcel sin paredes visibles.
Caminó hacia su habitación con pasos lentos, como si el piso pudiera quebrarse en cualquier momento. Cuando abrió la puerta, las sombras dentro parecían observarla, estudiarla. Encendió la lámpara de la mesa de noche y parpadeó varias veces para calmar el temblor en sus pestañas.
Todo estaba en su lugar.
Todo estaba igual.
Pero ella sentía que ya no le pertenecía completamente.
No después de que él la mirara como la miró.
No después de que él dijera “esposa” con tanta seguridad.
No después de que él afirmara que la observaba desde antes.
Un escalofrío le recorrió los brazos.
De pronto, la idea del contrato ya no era lo más inquietante.
Lo más inquietante era lo que Alejandro no había dicho.
La parte que él había dejado flotando entre líneas.
Esa parte que se intuía en su voz, en su postura, en las pausas.
Él no había improvisado nada.
Había planeado esto.
Todo.
Isabella dejó caer el cuerpo en la cama. No podía dormir, pero tampoco podía permanecer de pie. Cerró los ojos apenas, solo para sentir su respiración.
Pero el silencio no la dejó descansar.
Y entonces lo escuchó.
Un ruido.
Pequeño.
Sutil.
Minúsculo.
Como un clic.
Un sonido metálico imperceptible.
Abrió los ojos de golpe.
Se incorporó.
Miró la puerta del departamento.
No.
No era la puerta.
Era su celular, que estaba sobre la mesa de luz.
La pantalla se iluminó.
Un mensaje.
Ella sintió el corazón golpearle el pecho antes de siquiera tocar el teléfono. Sabía quién era.
Lo sabía como se sabe un destino que uno no pidió, pero igual llega.
Deslizó el dedo.
Miró el mensaje.
ALEJANDRO:
Avisame cuando estés acostada.
Ella tragó saliva.
No decía “quiero saber si estás bien”.
No decía “llegaste bien”.
No decía “descansá”.
Decía avisame.
Una orden suave disfrazada de preocupación.
Isabella escribió:
ISABELLA:
Ya estoy en casa. Voy a descansar ahora.
Tardó apenas un segundo en arrepentirse de la frase “voy a descansar”, porque sonaba como si buscara tranquilizarlo. Como si su descanso dependiera de que él lo supiera.
El teléfono vibró antes de que ella pudiera pensar en otra cosa.
ALEJANDRO:
Mostrame tu habitación.
Ella sintió un vértigo extraño.
¿Mostrársela?
¿Para qué?
Tomó aire.
Las manos le temblaban.
Escribió:
ISABELLA:
¿Para qué?
La respuesta llegó rápido.
ALEJANDRO:
Porque quiero asegurarme de que estés sola.
El mensaje la golpeó.
La dejó sin palabras.
La dejó sin escapatoria.
—No puede ser real… —murmuró.
Sabía que podía negarse.
Sabía que podía apagar el celular.
Sabía que podía decir “no”.
Pero también sabía algo más:
si decía que no, Alejandro vendría.
Y eso era todavía peor.
Se levantó lentamente, tomó el teléfono, giró la cámara… y apuntó hacia su habitación.
Una toma rápida.
Una imagen simple.
La cama.
La ventana.
La alfombra.
La envió.
Tres segundos después, él respondió.
ALEJANDRO:
Bien.
Solo eso.
Pero esa palabra tenía un peso que aplastaba.
Un peso que acariciaba y apretaba al mismo tiempo.
Ella se sentó en la cama.
Miró el celular como si fuera un objeto que quemaba.
Entonces llegó otro mensaje.
ALEJANDRO:
Intentá dormir. Mañana paso por vos temprano.
El corazón de Isabella dio un salto.
ISABELLA:
Mañana tengo trabajo. No hace falta.
La respuesta no se hizo esperar.
ALEJANDRO:
Yo te llevo.
Ella respiró hondo.
ISABELLA:
No es necesario…
Pero él la cortó con un mensaje que la dejó sin aliento.
ALEJANDRO:
Isabella. No discutamos esto. Mañana voy por vos.
Ella cerró los ojos.
Apoyó el teléfono a un lado.
Masculló un insulto ahogado en su propio temblor.
No era normal.
No era sano.
No era correcto.
Pero no era mentira:
Alejandro no la lastimaba con violencia.
La lastimaba con intensidad.
Con presencia.
Con una obsesión silenciosa que no necesitaba gritos.
Porque la envolvía igual.
Apagó la luz.
Se recostó.
Intentó conciliar el sueño.
Pero cada vez que parpadeaba, sentía que él estaba del otro lado de la oscuridad.