La puerta se abrió con una lentitud calculada, como si él quisiera que Elena escuchara cada milímetro, cada bisagra, cada vibración del metal cediendo. La luz del pasillo entró en el dormitorio como una hoja fría.
Y luego apareció él.
Maximiliano.
De pie.
Impecable.
Con esa expresión que no era sonrisa, pero tampoco neutralidad: era propiedad.
Una forma silenciosa de decir “sos mía” sin pronunciar palabra.
Elena retrocedió un paso sin querer. No lo hizo por miedo, al menos no de manera consciente; fue una reacción primitiva, como la de un animal herido que oye pasos demasiado cerca.
Él lo notó.
Y aun así no dijo nada.
Su mirada recorrió la habitación en un segundo. A Elena le pareció eterno. Era obvio que buscaba cambios, señales, gestos de rebeldía.
Cuando su vista se detuvo en la cámara, una sombra cruzó fugazmente su rostro. No era culpa. Tampoco vergüenza. Era la satisfacción silenciosa de quien sabe que nada se le escapa.
—Dormiste poco —comentó finalmente, como quien ya lo sabe.
—¿Cómo…? —Elena empezó, pero se mordió la frase. No quería darle el gusto de preguntar por la cámara. No quería demostrar miedo.
Él dio un paso hacia adentro.
Uno solo.
Y eso bastó para que la habitación pareciera más pequeña.
—Preparé desayuno —anunció, como si fuera lo más natural del mundo invitar a comer a su esposa vigilada durante la noche—. Vení conmigo.
No era una invitación.
Era una orden disfrazada de cortesía.
Elena dudó apenas un segundo.
Maximiliano levantó una ceja.
—O me acompañás por las buenas… —dijo con suavidad venenosa— …o te busco yo mismo.
No necesitaba aclarar nada más.
Ella bajó la mirada y pasó a su lado.
Él no se apartó.
No se movió siquiera un centímetro.
Fue ella quien debió estrecharse para evitar rozarlo, y aun así su brazo tocó accidentalmente su torso.
El contacto fue mínimo.
Insignificante para cualquiera.
Pero en Maximiliano produjo algo que le erizó cada fibra del cuerpo.
No dijo nada.
Solo la siguió.
El pasillo era largo, silencioso, pulcro.
Las paredes estaban adornadas con cuadros sobrios, sin familias, sin rostros, sin señales de vida pasada. La casa parecía la réplica perfecta de un lugar habitado por un solo dueño y ninguna historia.
Al compás de sus pasos, Elena sintió un detalle extraño.
Los sensores de luz se encendían antes de que ella llegara.
Muy antes.
Como si supieran exactamente dónde pisaría.
No se atrevió a preguntar.
No quería confirmar lo que ya sospechaba: él había programado ese espacio como un escenario que anticipaba cada una de sus rutinas… incluso las futuras.
Al llegar a la cocina, un aroma cálido la envolvió.
Café recién hecho.
Pan tostado.
Manteca y miel.
Una escena perfecta.
Demasiado perfecta.
La mesa estaba servida para dos.
Cada elemento colocado con precisión quirúrgica.
—Sentate —indicó él, señalando la silla del frente.
Elena obedeció.
Maximiliano se movía con una calma inquietante.
Sirvió café para ambos.
Vertió leche en su taza sin preguntarle si la prefería así.
Colocó la miel cerca de ella, como si estuviera dejando una pista, una migaja de algo que ella debía interpretar.
Cuando se sentó, lo hizo con la espalda recta, los codos apenas apoyados, los dedos entrelazados como si estuviera a punto de interrogarla.
Elena sintió un nudo en el estómago.
No tenía hambre.
No podía comer.
Él lo notó.
—Comé —ordenó, sin elevar la voz.
Ella parpadeó.
—No tengo—
—No te pregunté si tenías hambre —la interrumpió—. Te dije que comas.
Elena tragó saliva.
Una tostada era un objeto insignificante.
Pero en las manos equivocadas, podía convertirse en un símbolo de dominio absoluto.
Aun así, obedeció.
Llevó un bocado a su boca.
La comida sabía a nada.
A una mezcla amarga de miedo y resignación.
Él la observaba.
Sin pestañear.
Sin desviar la mirada ni un segundo.
—Te queda bien ese miedo —murmuró, tomando un sorbo de café.
Elena casi se atraganta.
—No estoy asustada —mintió.
Maximiliano sonrió por primera vez en toda la mañana.
—Sabés que no me gusta que mientan.
Su tono era tan suave que en cualquier otra boca sería una caricia.
En la de él, era un filo.
Ella bajó la mirada hacia su taza.
Quería invisibilidad.
Quería volverse un muro.
Quería que él dejara de mirar a través de su piel como si fuera transparente.
Pero Maximiliano disfrutaba demasiado de ese poder.
—No te traje acá para lastimarte —dijo mientras untaba manteca en otro pan—. Pero tampoco para que juegues a esconderte de mí.
Elena levantó la vista.
Él continuó:
—Todo será más fácil si entendés algo: lo que pasa en esta casa… pasa porque yo lo decido.
—Hizo una pausa breve, como si le permitiera absorber la frase.
—Y porque te quiero, Elena.
La palabra “querer” salió de su boca como un veneno lento.
Ella sintió un escalofrío.
—No me conocés —susurró.
—Te observé durante meses —respondió él sin pestañear.
Elena quedó helada.
Meses.
No días.
No semanas.
Meses.
—Claro que te conozco.
—Maximiliano apoyó los codos sobre la mesa, acercándose un poco más.
—Sé cómo fruncís el ceño cuando estás incómoda.
—Ella se estremeció: justo estaba frunciendo el ceño.
—Sé que mordés el interior de tu mejilla cuando querés hablar y no te animás.
—Era cierto. Lo hacía ahora mismo.
—Sé que te cuesta dormir cuando sentís que perdiste el control.
—Otra verdad.
—Sé que odiás sentirte observada.
La frase final la dejó sin aire.
Maximiliano sonrió, satisfecho.
—Pero eso también va a cambiar —concluyó, reclinándose en su silla.