El amanecer llegó sin permiso, filtrándose entre las gruesas cortinas de la habitación como un intruso sigiloso. Nadia no había dormido. Cada vez que cerraba los ojos veía la mirada de Darío clavada en ella, ese brillo casi febril que se encendía cuando algo lo sacaba de su frágil equilibrio.
Pero lo que más la inquietaba no era su obsesión.
Era la sombra del hombre en la ventana.
Había sido un segundo. Una figura apenas delineada, observándola desde la calle, como si supiera perfectamente quién era y por qué estaba allí.
Nadia había querido creer que era una coincidencia.
Un transeúnte.
Una ilusión causada por los nervios.
Una forma sin importancia.
Pero las palabras de Darío retumbaban en su mente:
“Si él vuelve a mirarte… haré algo irreversible.”
Ese irreversible se le instaló bajo la piel como una espina que no podía quitarse.
Nadia se levantó despacio, sintiendo el peso de la noche clavado en los músculos. Caminó hacia el baño, buscando despejarse, pero al entrar… algo la detuvo.
El espejo.
Había algo extraño en él.
Un detalle mínimo, pero suficiente para sembrar inquietud.
Se acercó.
La superficie reflejaba su rostro cansado, ojeroso, pero había un leve brillo en el borde superior, como una microfisura. Se inclinó, apoyó los dedos sobre el cristal y sintió un leve temblor.
Frunció el ceño.
—¿Qué demonios…?
El temblor no provenía de su mano.
Venía del espejo.
Con el corazón acelerado, lo palpó otra vez.
Más frío de lo normal.
Demasiado frío.
Retrocedió un paso.
Y allí lo vio.
No era una fisura.
Era un punto diminuto, casi invisible, incrustado en el borde.
Un punto que no debería estar allí.
Uno que ella reconoció aunque nunca hubiera visto uno tan de cerca.
Una cámara.
Su respiración se cortó de golpe.
—No… no puede ser… —susurró llevándose la mano a la boca.
Sintió la piel erizarse.
Sintió la sangre volverse hielo.
¿Darío la estaba vigilando incluso en el baño?
Una punzada de rabia le atravesó el pecho.
Claro que sí.
Era exactamente el tipo de control que él ejercía sin dudar.
Protección disfrazada de posesión.
Celo mezclado con necesidad.
Miedo escondido bajo violencia emocional.
Pero… había algo extraño en ese dispositivo.
No era tan discreto como los sistemas que ella había visto antes en la casa.
Darío tenía tecnología cara, sofisticada, impecable.
Este aparato… parecía más tosco, más manual.
Menos profesional.
Y esa diferencia la inquietó más que el descubrimiento en sí.
—¿Darío? —susurró en un hilo de voz— ¿O… alguien más?
Un golpe suave en la puerta la hizo saltar.
—Nadia —la voz de Darío, grave, controlada, pero con esa tensión que él no podía ocultar cuando estaba cerca del límite— abre. Necesito hablar contigo.
Nadia sintió que el aire se espesaba de golpe.
No podía dejarlo entrar.
No ahora.
No mientras procesaba lo que acababa de encontrar.
Pero el picaporte se movió.
Darío estaba acostumbrado a que las puertas no lo detuvieran.
—Nadia —repitió, esta vez más lento— no me obligues a entrar.
Ella respiró hondo.
Si él entraba y la encontraba frente al espejo, sabría que lo había descubierto.
Y si fuera cierto que otra persona la observaba… él no lo soportaría.
Era peligroso.
Para todos.
Nadia abrió la puerta un segundo antes de que él lo hiciera por su cuenta.
Darío estaba allí, tan impecable como siempre, camisa negra, cabello peinado hacia atrás, mandíbula tensa como si hubiera pasado la noche luchando contra sus propios demonios.
Sus ojos la recorrieron de inmediato.
—No dormiste —dictaminó.
—No. Y no es asunto tuyo.
Él avanzó un paso. Ella retrocedió por instinto, cerrando la puerta del baño detrás de su espalda para ocultar el espejo.
Darío notó el movimiento.
Claro que lo notó.
Él notaba todo lo que ella hacía.
—¿Qué escondes? —preguntó en voz baja.
—Nada.
—Nadia. —Su tono cambió, se volvió más grave—. No me mientas.
Ella cruzó los brazos.
Tenía que mantenerlo alejado del espejo.
Tenía que ganar tiempo.
—¿Qué querías hablar conmigo? —dijo intentando desviar la atención.
Darío no respondió de inmediato.
La observó con una mezcla de sospecha y algo más oscuro… algo que ardía en silencio detrás de sus pupilas.
—Quería saber —dijo finalmente— por qué estabas despierta a las seis de la mañana mirando por la ventana como si temieras que alguien te siguiera.
Nadia sintió el golpe en el pecho.
Él la había visto.
—¿Me estabas vigilando? —preguntó ella, controlando el temblor de su voz.
Darío inclinó la cabeza.
—Si no te vigilara, ya estarías muerta —respondió sin rodeos.
El mundo se le detuvo.
—¿Qué estás diciendo?
Él respiró hondo, como si hubiera decidido cruzar una línea que intentaba evitar.
—Estoy diciendo —dijo acercándose— que ese hombre de anoche no apareció por casualidad.
Nadia se quedó helada.
—Entonces… ¿lo conoces?
Darío cerró los ojos por un instante, como si lamentara lo que estaba a punto de admitir.
—Sí.
Nadia sintió un vacío en el estómago.
—¿Quién es?
Los ojos de Darío se clavaron en ella con una intensidad casi insoportable.
—Alguien que quiere lo que es mío.
La piel de Nadia se erizó.
—Yo no soy tu posesión.
—Díselo a él —respondió Darío con un susurro que era más amenaza que invitación.
Ella apretó la mandíbula.
—¿Por eso me encerraste? ¿Por celos?
Darío negó lentamente.
—No, Nadia. Fue por miedo.
Esa palabra la descolocó.
—¿Miedo a qué?
Darío se acercó un paso más, quedando tan cerca que ella sintió su respiración.