El silencio que siguió al mensaje fue tan espeso que pareció tragar el aire del pasillo entero. Nadia sintió que su corazón latía tan fuerte que el sonido rebotaba contra las paredes, denunciando su miedo. Darío, en cambio, permaneció inmóvil frente a ella, estudiando cada detalle en su rostro para detectar la mínima mentira, la más leve sombra de duda, cualquier señal de que el peligro ya había entrado más profundo de lo que imaginaba.
El teléfono volvió a vibrar en su bolsillo, pero ninguno de los dos se movió.
Darío fue el primero en romper el silencio.
—Dámelo. —Esta vez, su voz no tenía rabia. Tenía algo peor: pánico contenido.
Ella sintió que, por primera vez desde que lo conocía, él no estaba seguro de poder controlar lo que venía.
Y esa fragilidad inesperada la desarmó.
Nadia deslizó lentamente el teléfono fuera del bolsillo y se lo entregó. Sus dedos rozaron los de él, fríos, tensos. Darío lo tomó con una rapidez casi violenta, y de inmediato miró la pantalla iluminada.
Los ojos de Darío se volvieron cuchillas.
“Ya la encontré.”
Él inhaló por la nariz, como si el mensaje apestara a una verdad intolerable.
—¿Cuándo empezó? —preguntó sin mirarla, con la mandíbula tan rígida que parecía tallada en piedra.
Nadia se humedeció los labios.
—Hace unos minutos… no lo sé con exactitud.
—¿Qué te dijo antes de esto?
Ella tragó saliva.
—Que no confiara en ti… y que no estaba sola en la casa.
Las manos de Darío se cerraron en puños.
—Claro que no estás sola —respondió él, con una furia profunda pero controlada—. Estoy yo. Yo siempre estoy.
Nadia dudó un instante. Darío alzó la mirada y la encontró.
—Dime la verdad, Nadia —susurró él, con esa mezcla de peligro y dolor que lo hacía tan impredecible—. ¿Volviste a verlo? ¿Se acercó a ti sin que yo lo supiera?
Ella negó de inmediato.
—No. No lo he visto desde la ventana. No sé cómo tiene mi número.
Darío cerró los ojos por un instante, procesando, reconstruyendo, analizando.
—Lo tiene porque no es un desconocido —dijo finalmente, con voz baja—. No lo es para mí.
La frase cayó como un golpe seco.
Nadia sintió el impacto, pero supo que no debía interrumpirlo. Darío estaba diciéndole algo que jamás había querido revelar.
La verdad tenía bordes afilados.
Darío continuó:
—No es un accidente que haya encontrado esta casa. No es casualidad que te haya visto. Y no es casualidad que haya puesto una cámara en el baño.
—¿Entonces quién es? —preguntó ella, con el corazón latiendo al borde del pánico.
Él levantó la cabeza.
Sus ojos estaban completamente oscuros, como si una guerra antigua hubiera despertado en ellos.
—Es alguien que quiere destruirme —dijo—. Y conoce todas mis debilidades. Cada una.
Dio un paso adelante.
Su voz se volvió un hilo de dolor:
—Y ahora, tú eres la más grande de todas.
Nadia sintió un escalofrío subirle por la columna.
Darío respiró hondo, como si le costara admitirlo.
—Él sabe que estoy… obsesionado contigo.
La palabra quedó suspendida en el aire.
No era una confesión.
Era una sentencia.
Los dos se quedaron en silencio, encarados, atrapados en un círculo imposible: él, consumido por un amor posesivo; ella, atrapada en la telaraña de esa devoción.
El teléfono volvió a vibrar en la mano de Darío.
Sin pensarlo, lo abrió.
El nuevo mensaje decía:
“Decile que salga al jardín. Lo estoy esperando.”
Darío leyó el texto dos veces.
Su respiración se volvió un animal furioso atrapado en el pecho.
Y entonces, ocurrió algo que Nadia nunca había visto.
Darío retrocedió un paso.
No por miedo.
Sino por algo mucho peor:
reconocimiento.
Como si supiera con absoluta claridad quién estaba afuera.
—No vas a ir, ¿verdad? —preguntó ella, dando un paso adelante para tocarle el brazo.
Él no la miró.
—No tengo opción.
—Sí la tenés —respondió ella, forzando su voz a mantenerse firme—. Podés quedarte. Podés llamar a seguridad. Podés cerrar la casa.
Darío negó.
—Esto ya no se resuelve con guardias. Si está acá… es porque quiere que yo lo vea. Aquí. En mi terreno. Frente a vos.
Nadia sintió que algo invisible y frío se deslizaba detrás de sus costillas.
—¿Y qué va a hacer?
Darío apoyó una mano en la pared, como si necesitara sostenerse.
—Depende —murmuró—. De cuánto quiera lastimarme.
Ella sintió que la sangre se le helaba.
Darío acercó el teléfono a su pecho como si la pantalla pudiera quemarlo.
—Nadia —susurró él, mirándola con una intensidad que la dejó inmóvil—, pase lo que pase ahí afuera…
—No —lo interrumpió ella, sin pensarlo—. No digas eso.
Darío sonrió. Una sonrisa rota, triste, peligrosa.
—Tengo que decirlo. Porque no sé qué va a pasar.
Un silencio pesado cayó entre ambos.
—Si algo me pasa —continuó él—, quiero que sepas que nunca debiste ser parte de esto. Que te elegí… no por obligación, sino porque eras la única persona capaz de quebrarme. La única capaz de hacerme sentir algo que había olvidado.
Nadia sintió que las piernas le temblaban.
—Darío… no vayas.
Pero él ya había tomado una decisión.
Se quitó la alianza del dedo.
La sostuvo unos segundos entre los dedos, mirándola como si fuera la llave de algo que ya no iba a recuperar.
La colocó en la mano de Nadia.
—Guardala. Por si no vuelvo.
Ella negó al instante.
—No.
—Nadia… —dijo él, acariciándole la mejilla con la mano libre—. Hacelo. Es lo único que te pido.
Ella cerró los dedos alrededor de la alianza, sintiendo el frío del metal hundiéndose en su piel.
Darío bajó la mano lentamente.
Y entonces, sin dar tiempo a nada más, caminó hacia la escalera.
Nadia dio un paso para seguirlo, pero él levantó la mano sin mirar atrás.