La lluvia había comenzado a golpear contra los ventanales de la mansión como si el cielo mismo quisiera advertirle a Valentina que algo estaba a punto de quebrarse. El clima había cambiado de manera abrupta, igual que la calma de Adrián aquella mañana. Y aunque él no había pronunciado una sola palabra desde que amanecieron, ella sabía que su silencio no era tranquilidad: era tensión contenida.
De todas las formas en las que Adrián podía dominar un espacio, su mutismo era la más peligrosa.
Valentina se movía por la habitación con pasos cautelosos, como si cada sonido que hiciera pudiera despertar algo que él mantenía reprimido. Lo conocía lo suficiente para entender que, cuando estaba callado, su mente se convertía en un laberinto de pensamientos obsesivos donde ella era el centro absoluto.
Intentó concentrarse en algo que no fuera él. Una tarea doméstica. Un libro. Cualquier cosa.
Pero la mansión entera vibraba con la presencia invisible de Adrián, incluso cuando no podía verlo.
Finalmente, decidió bajar a la cocina, buscando respirar un poco de aire diferente. Apenas bajó el último escalón, escuchó el sonido firme y lento de pasos acercándose desde el pasillo. Su cuerpo se tensó automáticamente.
Era él.
Apareció bajo el arco del comedor, impecable como siempre, la camisa negra remarcando la solidez de su figura, el pelo ligeramente despeinado por haberlo pasado entre los dedos varias veces durante la mañana. Sus ojos, sin embargo, eran lo que la inmovilizaron: profundos, fijos, cargados de una intensidad entre analítica y posesiva.
No había furia en ellos. Pero tampoco paz.
—Buenos días —murmuró Valentina, sin saber si era prudente romper el silencio.
Él no respondió. Caminó hacia ella con un ritmo tranquilo, pero cada uno de sus pasos llevaba una carga emocional que la rodeaba de calor, tensión y algo parecido al miedo. Cuando quedó frente a ella, la miró en silencio unos segundos, estudiándola, como si analizara no solo su expresión, sino también su respiración, sus pensamientos, sus dudas.
Y entonces habló.
—Estuviste inquieta anoche.
Su voz no fue acusatoria, pero sí lo suficientemente profunda como para recorrerle la columna como un dedo helado.
Valentina tragó saliva.
—No podía dormir. Nada más.
Él ladeó la cabeza, como si evaluara la veracidad de sus palabras.
—¿Estabas pensando en irte?
Ella abrió mucho los ojos.
—No. Claro que no.
Pero él no le creyó. No lo necesitaba decir: su mirada lo decía todo.
Adrián dio un paso más, quedando tan cerca que Valentina pudo sentir el leve aroma de café y madera hasta en su respiración. Su proximidad siempre la desarmaba; tenía el poder de trastocar su pulso, hacerle olvidar lo que iba a decir, confundir sus certezas.
Le rozó la barbilla con el dorso de los dedos, un toque suave que contrastaba con la sombra emocional que él proyectaba en esos instantes.
—Sueñas despierta, Valentina —susurró—. Y a veces tus sueños no son sobre mí.
Ella contuvo la respiración. ¿Estaba celoso? ¿De quién? ¿De qué?
No había hablado con nadie más. No había visto a nadie más.
Pero la lógica no siempre tenía lugar en la mente de un hombre obsesionado.
—Solo tengo insomnio, Adrián —insistió con cautela—. Nada más.
Un silencio pesado cayó entre ambos.
Entonces él habló con franqueza implacable:
—Te quiero cerca hoy. Muy cerca.
Ese tono no era una petición. Era una orden disfrazada de necesidad.
Valentina no respondió de inmediato. El silencio se alargó demasiado.
Y Adrián lo percibió todo.
Sus cejas se fruncieron apenas, lo suficiente para que ella entendiera que había cometido un error al tardar. Su respiración se volvió más profunda, casi imperceptiblemente más rápida.
—¿Te molesta? —preguntó él, con un disfraz de calma peligrosa.
—No —respondió ella enseguida, demasiado rápido quizá—. No me molesta.
Pero sus palabras no alcanzaron a borrar lo que había revelado su silencio.
Él dio un paso atrás. Y esa fue la señal que Valentina nunca quería ver: cuando él se alejaba, significaba que algo se estaba encendiendo por dentro. Una llama lenta, oscura, que se alimentaba de sus inseguridades más profundas.
—Desayunemos juntos —dijo finalmente, sin mirarla exactamente, sino con los ojos ligeramente desviados como si su mente estuviera a kilómetros de distancia, atrapada en un pensamiento que no quería compartir.
Se sentaron a la mesa.
El sonido de los cubiertos fue lo único que rompió la tensión inicial. Adrián estaba demasiado serio, demasiado concentrado en ella. Cada vez que Valentina levantaba la vista, lo encontraba observándola con una intensidad silenciosa, como si pudiera leerle los pensamientos.
Ella desvió la mirada, incómoda.
Ese pequeño gesto fue suficiente.
El tenedor de Adrián se detuvo en el aire.
—¿Por qué no puedes sostenerme la mirada hoy? —preguntó con una calma que no era calma.
Valentina se obligó a levantar los ojos.
—No pasa nada.
—Siempre pasa algo.
Era una afirmación, no una pregunta.
Ella respiró hondo.
—Solo estoy cansada.
Él ladeó la cabeza.
No.
No le creyó.
—Cansada de mí —concluyó simplemente.
El corazón de Valentina dio un vuelco.
—No digas eso. No es verdad.
—Lo es —insistió él, sin elevar la voz—. Puedo sentirlo. Cada vez que algo se aleja de mí, lo percibo. Y no lo tolero.
La mirada que le dirigió en ese instante estaba cargada de una sinceridad peligrosa, de esa clase de verdad que solo se confiesa en un punto donde la fragilidad y el control se mezclan.
Valentina abrió la boca para responder, pero la puerta principal de la mansión se abrió de golpe.
Un empleado entró, empapado por la lluvia, sosteniendo una carpeta envuelta en plástico para protegerla del agua.
—Señor Montenegro —dijo inclinando la cabeza—. Llegó esto. Es urgente.