ANDREA MENDOZA
No podía controlar las lágrimas al ver su gesto. Después de haberlo insultado en su cara y de todo lo que pasó en su empresa, jamás imaginé que el CEO pudiera ser alguien tan humano y dulce. Siempre había escuchado cosas horribles de él: que era un gruñón, un mujeriego, alguien inalcanzable. Lo único que me llegaba de su parte eran órdenes frías y comentarios filtrados por su novia, esa bruja altanera que parecía disfrutar humillando a los demás.
Me duché lo más rápido que pude. El agua caliente apenas logró despejar mi mente del torbellino de emociones que llevaba dentro. Me vestí con el conjunto caro que me habían dado. Era hermoso, sí, pero no podía evitar pensar que, con lo que costó, podría alimentar a mis hijas durante un mes. Al mirarme al espejo, casi me siento culpable por tenerlo puesto. Mis tripas rugieron recordándome que no había comido nada en todo el día, salvo un poco de café. Mientras devoraba la comida que me habían dejado, no pude contener las lágrimas. Mis ojos iban de mi bebé, Mía, al vacío de la habitación. Pensaba en Bel, que seguramente estaría extrañando mis besos y las canciones que le canto cada noche antes de dormir. Pero confiaba en Débora; ella siempre hacía lo imposible por cuidar a mis cuando yo no podía.
Las horas pasaron lentamente. Los doctores venían y se iban, revisando a Mia, tomando notas y ajustando sueros. Preparé un biberón y le cambié el pañal, intentando mantenerme ocupada, pero mi mente no dejaba de vagar hacia él. «¿Se habría ido?» Me había dicho que se quedaría, pero no estaba segura de que lo cumpliera. Quería salir y hablar con él, ofrecerle una disculpa de verdad, algo más que unas palabras torpes. Pero también me aterraba enfrentarme a sus ojos.
«Esto me pasa por ser explosiva» pensé. No pude contenerme, no después de tanto aguantar humillaciones. Sin embargo, ahora empezaba a dudar. Quizá siempre estuve equivocada. «¿Cómo podía este hombre, el que había acariciado la mejilla de mi hija con tanta ternura, ser el mismo que mandaba esos comentarios crueles sobre mis platos?»
Me acurruqué en el sofá, cerca de la cuna, abrazando mis propias dudas y miedos. La habitación quedó en penumbras, iluminada solo por un tenue rayo de luz que se colaba por la rendija de la puerta. Mis ojos, pesados por el cansancio, se cerraban poco a poco, pero entonces lo vi; primero, sus zapatos. Zapatos caros, impecables, que cruzaron la habitación con pasos firmes. Mi corazón comenzó a latir con fuerza mientras intentaba entender por qué. Caminó hacia la cuna y, con los ojos entrecerrados, lo observé en silencio. Sus dedos largos y elegantes acariciaron la coronilla de Mia con una delicadeza que me dejó sin palabras.
—Mañana estará mucho mejor, cariño —le susurró, casi como si pensara que ella podía entenderlo—, ya quiero que pasen los días para darte una sorpresa a ti y a tu hermana...
«¿Una sorpresa? ¿Qué sorpresa? ¿Por qué querría darle algo a mis hijas?» Antes de que pudiera seguir pensando, lo vi acercarse a donde yo estaba. Cerré los ojos rápidamente, intentando fingir que dormía, aunque mi corazón latía tan fuerte que estaba segura de que él podía escucharlo.
«Por favor, Dios, que se vaya» Su presencia me intimidaba, me abrumaba. Pero entonces lo sentí. Sus dedos rozaron un mechón de mi cabello, y mi piel se erizó. Un segundo después, el calor de algo pesado y suave me envolvió: me había cubierto con su saco.
Su aroma me inundó. Una mezcla cálida y embriagadora, repitiendo en mi mente: «Este hombre es demasiado para esa bruja» No porque ella no estuviera a su altura, sino porque su arrogancia y superficialidad no encajan con él.
—Desde esta noche, no estarán solas… —dijo en un susurro grave, casi solemne.
Sus palabras resonaron en mi pecho como un eco, quedándose grabadas en mi interior mientras lo sentía alejarse. Por horas me acompañaron, incluso después de que el cansancio finalmente me venciera.
«¿De dónde salió este hombre?» Fue lo último que pensé antes de caer dormida.
❀
Las pequeñas carcajadas de Mia me despiertan. Me froto los ojos, aún somnolienta, y entonces lo veo: Bastián sostiene a mi hija en sus brazos. Ella ríe a carcajadas mientras él le deja besos suaves en el cuello, como si estuviera descubriendo el secreto para hacerla feliz. Su barba es la culpable de esas risas. Mia la toma con sus manitas pequeñas, tirando de ella con la fascinación propia de un bebé.
«Debe ser sedosa, como su cabello perfectamente peinado…» Pienso esto sin querer, y me sobresalto. «¿Qué estoy haciendo pensando en él de esa manera?» Me incorporo rápidamente, alisando mi propio cabello con los dedos. Él se gira hacia mí con una sonrisa deslumbrante que parece iluminarnos a las dos.
—¡Mira, ahí está mami! —dice con un tono que me sorprende por su calidez, como si fuéramos algo más que un par de extrañas en su vida.
Intento sonreír, Mia frunce sus labios en un puchero perfecto, mirando directamente hacia mi pecho. El dolor que siento es familiar: reaccionan automáticamente ante su necesidad.
Bastián, notando la situación, me entrega a Mia con cuidado, sus manos grandes y firmes sosteniéndola como si fuera lo más frágil y preciado del mundo. Se aleja casi de inmediato, con movimientos torpes y nerviosos, al verme bajar el cierre de la chaqueta, se lleva una mano al cabello para peinarlo de nuevo, aunque ya está perfecto.
—Voy a firmar todo y llamaré al pediatra para que nos podamos ir —dice mientras camina hacia la puerta.
—Te dije que puedo irme sola.
Se detiene un segundo, girando ligeramente la cabeza hacia mí.
—Sí, lo sé, pero no quiero que lo hagas. Además, tengo que pasar por mi cuñada para que no me moleste después.
Y con eso se va, dejándome mirando su espalda ancha y su porte elegante mientras desaparece por el pasillo, es un hombre muy alto por poco tendría que bajar la cabeza para pasar por el marco de la puerta. Me quedo con Mia en brazos, amamantándola, sintiendo esa conexión tan única entre nosotras. Mientras ella se alimenta, la cambio de posición, y mi mirada se desvía hacia el vestido rosa brillante con tutú que estaba entre las cosas que Bastián nos dio. Lo colocó con cuidado sobre la cuna y lo observó por un momento, sintiendo una punzada en el pecho.