ANDREA MENDOZA
Abrí los ojos mucho antes de que sonara el despertador, dicho despertador que solo tengo donde vivo y no aquí, se había convertido en costumbre. No podía creer como el sueño me había vencido apenas mi cuerpo tocó el suave colchón, un lujo en comparación con los fríos cartones que componían mi cama. Ese espacio que, aunque humilde y precario, era mi refugio mientras las niñas estuvieran a salvo. Pero ahora…, ahora sentía algo más. Una seguridad extraña, casi desconocida. No conocía bien a Bastian, apenas algunas palabras intercambiadas, pero su mirada tenía algo que desarmaba mis miedos y me envolvía en una calma.
La habitación estaba sumida en penumbra y las primeras luces del día se filtraban tímidamente entre las enormes cortinas. Mi mente, siempre inquieta, se puso en marcha antes de que mi cuerpo pudiera reaccionar. Giré la cabeza hacia las niñas, aún dormidas, sus pequeños cuerpos arropados por mantas que no tenían remiendos ni agujeros. Con cuidado, acomodé los almohadones alrededor de ellas, formando una barrera protectora.
Caminé hacia el tocador, un mueble que parecía salido de un cuento. Me observé en el espejo mientras me lavaba la cara, notando las ojeras que el cansancio se había tatuado bajo mis ojos. Sin embargo, algo en mi expresión había cambiado. Sonreí como una tonta, mientras mis ojos recorrían las cosas que Bastian había traído. Todo estaba ahí: ropa, mantas, incluso un pequeño cepillo de dientes para Mia, quien apenas tenía cuatro dientes.
Me detuve un momento, con el cepillo en la mano, y sentí un nudo en la garganta. Le agradecí a Dios, profundamente. No por las cosas materiales, aunque sabía que nos hacían falta, sino por su presencia a través de Bastian y no dejarnos desamparadas. Pensé en lo que podría haber pasado si él no hubiera aparecido, y el miedo me apretó el pecho.
Mi pequeña dormía con la boca entreabierta, una de sus diminutas manos aferrada a la manta como si en ella se escondiera todo lo seguro del mundo. Sus respiraciones eran pausadas, tranquilas. Bel, en cambio, estaba hecha un ovillo en la cama grande. Abrazaba una almohada con tanta fuerza que casi parecía temer que alguien se la arrebatara, mientras su cabello se desparramaba en un desorden que me arrancó una sonrisa fugaz.
Las amaba más de lo que jamás podría expresar. Mi mirada recorrió a mis hijas una vez más, como si quisiera grabar esa imagen en mi mente, y luego me deslicé fuera de la habitación, cerrando la puerta con cuidado.
El silencio en la casa era sobrecogedor, roto solo por el eco sutil de mis pisadas en el suelo brillante. Cada paso era un recordatorio de cuánto me costó aceptar su oferta, de cuánto había tenido que tragarme mi orgullo. Pero ya no podía más. Mi cuerpo y mi alma estaban agotados. Aun así, una punzada persistía en mi pecho: «¿lo hacía por bondad o porque le resultaba cómodo jugar al salvador?»
Llegué a la cocina, inmensa y reluciente como una página arrancada de una revista. Todo en ella era organizado, funcional, perfecto. Lo opuesto a mi vida, a mí misma. Me detuve en medio del espacio y dejé que mis dedos rozaran la encimera de mármol frío, como si necesitara anclarme a algo tangible. Contemplé los electrodomésticos relucientes, llenos de botones y funciones que no sabía descifrar, y luego mi mirada encontró con la estufa. Al menos eso sí podía usar.
«Algo simple…, algo que diga gracias sin palabras», pensé. Pero ¿qué podría ser suficiente en un mundo tan distante al mío?
—¿Qué podría gustarle a él? —murmuré al vacío, apenas dándome cuenta de que lo había dicho en voz alta.
Abrí el refrigerador y me encontré con lo básico: huevos, tocino, pan. Nada más. Solté una risa breve y amarga, como una burla a mis propias expectativas. «Un refrigerador que parece una nave espacial, y está vacío. Claro, ¿para qué cocinar cuando puedes permitirte un chef o un restaurante?» , pensé mientras sacaba lo necesario. Sin embargo, en eso recordé que dijo que no estaba aquí muy a menudo.
Bastian siempre tenía todo bajo control. Cada gesto, cada palabra, parecía perfectamente calculado, y yo no podía evitar sentirme como un engranaje fuera de lugar en su maquinaria impecable. «¿Qué hacía aquí? ¿Qué hacía una mujer rota, con sus hijas a cuestas, en este lugar que parecía diseñado para una vida que jamás sería la mía?» Pero aquí estaba, y aunque la duda me carcomía.
Encendí la estufa y, mientras rompía los huevos con manos temblorosas, me aferré a la idea de que al menos podía hacer esto. Algo sencillo. Algo real. Algo que tal vez pudiera construir un pequeño puente entre su mundo perfecto y el caos que yo cargaba a cuestas.
Sabía que Bastian era amable, su calidez parecía genuina, pero no podía evitar sentir una presión silenciosa al estar en su hogar. Mi mente, siempre alerta, me recordaba una y otra vez que no debía abusar de su hospitalidad. Cada gesto suyo me hacía cuestionar si realmente quería ayudarnos o si esto era solo una caridad educada.
Mientras los huevos chisporroteaban en la sartén, el aroma suave comenzaba a llenar la cocina. A pesar de ello, mis pensamientos vagaban más allá de las paredes de este lugar. Me pregunté «¿cómo serían sus mañanas?» Siempre lo veía tan impecable, tan sereno, como si ningún detalle se le escapara. Pero bajo esa fachada perfecta, algo en su mirada a veces se quebraba. «¿Qué era aquello que no alcanzaba a comprender?»
—¿Mami? —una vocecita suave me arrancó de golpe de mis pensamientos.
Me giré rápidamente. Allí estaba Bel, frotándose los ojos con sus manos diminutas y despeinada, con ese aire encantador que solo tienen los niños al despertar.
—¿Qué haces despierta tan temprano? —le pregunté mientras me acercaba a ella y la tomaba en brazos.
Bel escondió su carita en el hueco de mi cuello, su voz algo somnolienta.
—No te sentí y pensé que tal vez necesitabas mi ayuda —murmuró. Luego levantó la cabeza, sus ojos brillantes de ilusión—, ¿puedo ayudarte, mami? Me gustaría que Bastian pruebe mi comida para que vea que cocino muy rico, como tú.