Ceo Malo

CAPITULO 13: No puedo fallarles

ANDREA MENDOZA

Bastián no tenía la culpa. La culpa la tenía yo, siempre dejándome humillar, siempre en silencio, como si así pudiera pasar desapercibida. Pero esa bruja tenía razón: yo solo era la cocinera. «¿Qué sentido tenía que alguien como Bastián, un hombre de su nivel, quisiera ayudarme?» No encajábamos en su vida. Solo había traído caos y problemas, «¿por qué insistía?»

Lo vi nervioso, tratando de defenderme ante Bel, y me sentí peor. La incomodidad lo llenaba, y esa incomodidad era mi responsabilidad. Antes de que esto empeorara, interrumpí con la voz más tranquila que pude encontrar:

—Cariño, es que no había nada que defender. Todo está bien. ¿Cierto, Bastián?

Le lancé una mirada suplicante, esperando que siguiera mi línea, que dejara este asunto pasar. Pero su respuesta fue distinta. Negó con la cabeza, y su voz salió firme, aunque cargada de algo que no entendí del todo.

—Lo siento, pequeña —dijo mirando a Bel—, debí proteger más a tu mami. La próxima vez lo haré. No dejaré que le hablen así.

Sus palabras eran como un bálsamo que no sabía si merecía. Vi cómo los ojos de Bel se iluminaban con orgullo y esperanza. Mi pequeña niña, tan fuerte y decidida, miró a Bastián de frente y luego a mí, y soltó algo que me desarmó por completo.

—Si es mucho para ti, yo puedo hacerlo. Siempre he defendido a mi mami.

Abrí los labios, pero no salió nada. Me quedé helada. Era como si mi corazón se estrujara y, al mismo tiempo, se llenara de amor por ella. Mi Bel siempre había tenido esa valentía feroz, esa lealtad incondicional hacia mí. Era pequeña, pero su alma parecía tan grande que, por un momento, sentí que no merecía una hija así.

Bastián asintió con una media sonrisa que suavizaba su rostro serio. Bel por su parte se sentó en el suelo con Mia, colocándola con cuidado entre sus piernas. Lo observé desanudarse la corbata, relajándose como si estuviera dejando atrás el peso del mundo.

—Has criado a una niña muy fuerte y valiente, Andrea. Te felicito —dijo con una voz cálida que me tomó desprevenida.

Sentí el calor en mis mejillas y solo pude asentir. No sabía qué decir. «¿Cómo le explicas a alguien que las palabras más simples pueden tocarte en lo más profundo?»

Intenté bromear para aliviar mi incomodidad.

—Tiene la lengua un poco larga, pero es buena niña —dije, sin atreverme a mirarlo. Mi atención estaba fija en mis hijas, como si ellas pudieran protegerme de esa intensidad—, gracias, no sabes cuánto significa esto —añadí en un susurro.

—Lo sé. Por eso lo hice —Su respuesta fue sencilla, pero sentí su sinceridad como una caricia. Luego, miró su reluciente reloj—, creo que es momento de trabajar. Tengo algunos pendientes que terminar.

—Bastián, ¿te sientes bien? —pregunté, recordando su migraña de antes. Algo en su tono me preocupaba, aunque intentara parecer tranquilo.

—Lo estoy, como te dije, solo fue una migraña. Vamos, te acompaño a tu puesto de trabajo.

—No, no… Yo puedo ir sola.

Las cuidadoras llegaron en ese momento, y me despedí de ellas con un beso. Al girar hacia Bastián, vi un destello de algo que no pude descifrar.

—¿No quieres que te vean conmigo? —preguntó, con una ligera decepción en su voz.

—No es eso, es que… —Intenté explicarme, pero la voz de Esteban me interrumpió.

—¡Andrea!

Al escuchar su tono cargado de preocupación, no pude evitar sonreír. Caminé hacia él como si estuviera en automático, dejándome envolver por su abrazo.

—Te he llamado, enviado mensajes y pasado por tu casa muchas veces —dijo con la respiración agitada, tomando mi rostro entre sus manos—, no sabes lo preocupado que estábamos por ti y las niñas. Todos en la cocina te esperan. Pensé que nos despedirían, pero no pasó.

Giré, queriendo explicarle a Bastián, pero lo vi acercarse con un semblante serio, su porte impecable y cada paso firme, como si estuviera marcando territorio. Esteban, al notarlo, se apartó de mí y adoptó una postura rígida.

—Esteban…, él es…

—El presidente. Lo sé…—Su voz se volvió formal al instante. Extendió una mano a Bastián—, ¿cómo está, señor? Gracias por no despedirnos.

Bastián lo estudió con la mirada, de pies a cabeza, como si estuviera evaluándolo. Una parte de mí se tensó. Era la misma actitud que siempre me había puesto nerviosa, esa que hacía que las personas como él parecieran inalcanzables, superiores. Pero con Bastián... no era del todo así. O al menos, no conmigo.

Lo miré, tratando de entender qué pasaba por su mente. Sentí mi estómago encogerse.

«¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué mi mundo parecía tambalearse con él a mi lado?»

—Nada que agradecer. Andrea me explicó todo, así que a trabajar—La voz de Bastián fue fría, profesional, cortante como una hoja afilada. Dio media vuelta para irse, pero antes de que pudiera dar un paso más, lo vi detenerse y regresar. Sostuvo mi muñeca con firmeza, y el contacto, aunque breve, envió un escalofrío por mi piel. Levanté la mirada hacia él y me encontré con esos ojos.

—Que tengas un buen día—Su tono cambió, se suavizó de una manera casi desgarradora—, y no te canses mucho. Nos vemos más tarde, ¿sí? —Hablaba como si lo necesitara más de lo que quería admitir. Luego dirigió una rápida mirada a Esteban, que seguía en la puerta con la postura rígida de alguien que no sabe qué hacer con las manos—, si me necesitas, no dudes en venir a mi oficina.

Asentí lentamente, incapaz de responder con palabras. Su tacto se desvaneció cuando soltó mi muñeca, pero la sensación de su piel contra la mía permaneció, quemando como un recuerdo que no podía ignorar. Me giré para irme, pero no pude evitar mirar atrás. Allí estaba, todavía de pie, observándome con algo que no supe interpretar. «¿Era preocupación? ¿Cuidado?» No lo sabía, pero la intensidad de su mirada era suficiente para que mis piernas se sintieran débiles.

Esteban y yo caminamos hacia la cocina en silencio, aunque la tensión en el aire era palpable. Finalmente, cuando estábamos a salvo, carraspeó y dijo con una sonrisa ladeada:




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