Ceo Malo

CAPITULO 17: Vida...

ANDREA MENDOZA

Las palabras salieron de mis labios como dagas, hirientes y llenas de un dolor que me carcome por dentro. Una parte de mí, desearía haber dicho lo contrario. Pero ahora…, ahora me desconozco. Y, lo que es peor, desconozco al hombre que tengo delante. Su mirada no me muestra maldad, pero sí un desconcierto que se asemeja con el caos en mi interior. Y es entonces cuando todo encaja. Su gran parecido con Bruno, esa atracción inexplicable que siempre sentí por él, esa conexión que lo une de manera tan natural con Bel…

¡Dios mío! Es la sangre la que los llama. Son tío y sobrina.

Cierro los ojos con fuerza, queriendo huir de su mirada, queriendo apagar el torbellino de emociones que me arrastra. No quiero que vea mis lágrimas, ni la culpa que me está devorando, culpa que no debería sentir. El coche avanza en silencio, pero el ambiente es tan tenso que hasta Bel lo nota. Mi pequeña está callada, sus ojos van de Bastián a mí, tratando de entender lo que sucede.

Y yo, como siempre, me rompo al verla.

Me siento usada. «¿Cómo pude ser tan ciega? ¿Cómo pude dejar que el amor me atara las manos y me sellara mis ojos?» En mi inocencia, no quise ver más allá de las pequeñas señales, de las dudas que alguna vez me asaltaron. En ese tiempo, todo me parecía un sueño. Pero ahora sé que era una mentira. Bruno, el hombre que me prometió amor eterno, no fue más que un farsante. Tenía a Débora, la mujer con el corazón más puro que he conocido. Y yo…, yo fui la amante.

Un nudo se forma en mi garganta al pensar en Débora. «¿Cómo pudo ayudarme sin conocernos realmente? ¿Fue su instinto o su bondad lo que la impulsó?» No, no creo que pudiera fingir. Su cariño, su apoyo, su amistad…, todo fue real. Y ahora me doy cuenta de lo sucia que me siento al haber estado en medio de todo esto, al haberle robado algo que nunca fue mío.

Llegamos a la imponente mansión. Sus paredes altas, sus jardines impecables…, todo me parece asfixiante. No quiero estar aquí. Solo quiero salir corriendo, pero mis piernas parecen hechas de plomo. En cuanto cruzamos la puerta, subo las escaleras sin mirar atrás. Necesito tiempo para pensar, para llorar a solas. Pero entonces, escucho la voz de Bel, y mi corazón se partió en mil pedazos.

—Cierra con llave la puerta, papá —Su voz suena débil, casi como un susurro roto—, mi mami puede llevarme cuando duermas… No quiere estar aquí.

Se me nubla la vista. Me apoyo contra la pared, intentando contener el sollozo que lucha por salir de mi pecho.

—No entiendo qué está pasando, papá —continúa Bel, y su voz se quiebra—, todo estaba bien… No quiero alejarme de ti.

Mis piernas ceden, y me dejo caer al suelo, cubriendo mi rostro con una mano mientras trato de ahogar mi llanto en el hombro de Mía, mi otra pequeña. «¿Cómo es posible que ahora, después de todo lo que he luchado, pueda perder a mi hija?»

Las horas pasan como una pesadilla interminable. Mía duerme profundamente, pero Bel no llega. Mi ansiedad crece con cada minuto, y finalmente decido ir a buscarla. Me pongo de pie, mis piernas temblorosas por la tensión acumulada. Entonces, la puerta se abre, y lo veo.

Bastián entra con pasos silenciosos, vestido de manera informal, con una camiseta de algodón que deja al descubierto sus brazos fuertes y trabajados. En sus brazos lleva a Bel, dormida, con una expresión de paz que me duele en lo más profundo. No me dice nada. Ni una palabra. Ni siquiera me mira. No sé si está molesto, triste o simplemente agotado. Pero yo…, yo soy la que debería estar molesta, ¿no?

Con cuidado, la deposita en la cama junto a Mía, quitándole las sandalias con un gesto tan tierno que me hace arder la piel. Luego, con una delicadeza pasa los dedos por el cabello de Bel, acomodándoselo detrás de la oreja. Es entonces cuando no puedo evitarlo: lo veo. Veo el parecido entre ellos. El rostro perfilado, la nariz delicada, esas pequeñas sonrisas que parecen calcadas…

Bel no solo se parece a su padre, también es un reflejo de su tío. Mi corazón se aprieta al pensarlo.

Cuando Bastián se gira para salir, mi mano, actuando por su cuenta, lo detiene al sujetarlo del brazo. Un escalofrío me recorre al contacto, y lo veo endurecerse al sentirlo. Se gira lentamente, y su mirada verdosa se clava en la mía. Por un instante, el aire se vuelve denso, pesado.

—Bastián… —mi voz tiembla, apenas un susurro—, ¿estás bien? Tienes los ojos…

Sus pupilas están dilatadas, y el brillo en su mirada me confunde. No sé si está enfadado, dolido o simplemente agotado por todo lo que está pasando. Pero hay algo más. Algo que no logro descifrar. Y entonces lo siento. El peso de todo lo que está sin decir entre nosotros.

Una barrera invisible que nos separa, pero que, al mismo tiempo, nos ata.

—Estoy bien, Andrea —Su voz es baja, casi un susurro cargado de cansancio—, descansa, no tengo ganas de hablar.

Pero yo no puedo aceptar eso. Mi pecho está lleno de cosas que necesito decir, de emociones que me están ahogando. Su indiferencia me duele, aunque intuyo que debajo de su aparente calma hay algo más, algo que no quiere mostrarme.

—Yo sí quiero hablar, Bastián —Mi voz tiembla un poco, pero me obligo a mantenerme firme—, quiero limpiar mi nombre y dejarte claro que voy a luchar por mi hija. No creas que porque tienes dinero voy a...

Su risa corta mis palabras, pero no hay burla en ella. Es una risa breve, amarga, que le curva los labios de forma triste mientras niega con la cabeza. Antes de que pueda continuar, siento sus manos firmes aferrándose a mis brazos. Me atrae hacia él, acercándome lo suficiente como para que su aliento cálido roce mi rostro.

—¿De verdad crees que sería capaz de alejar a Bel de su madre? —Sus palabras son suaves, pero tienen el peso de una confesión sincera—, la persona más importante en su vida eres tú, Andrea. No podría hacerlo, ni siquiera si lo quisiera.




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