Cervezada de tristeza

Cervezada de tristeza

 

Cervezada de Tristeza

 

Tengo ante mí una botella de cerveza. Estoy en un bullicioso bar con nombre de pueblo español. Como cada noche, está lleno de gente, lo sé porque otras veces, no muchas, he venido. Unos hablan de Chávez, otros juegan dominó, algunas mujeres, ya viejas, están solas en la barra.

En este momento hay un hombre quien, guitarra en mano, entona las canciones de Javier Solís y Julio Jaramillo. Canta bien, como un tenor. Mira con ojos borrachos. Ríe contento cuando tantean sus bolsillos: sabe que le ponen cien, doscientos y hasta quinientos bolos por su arte. Me gustan esas canciones y por eso me arrecha que ahora un jovencito las haya versionado con una voz mortalmente mala. No, es que por muy putañero que haya sido Jaramillo, no merecía que Charlie Zaa le echara esa vaina.

Es que jamás nadie jurará como Julio: “...y si mueres primero yo te prometo, escribiré la historia de nuestro amor; con toda el alma llena de sentimiento, la escribiré con sangre, con tinta sangre del corazón”.

Sigo oyendo. Vuelo con esas letras. Bebo de vez en cuando. Ya van dos polares.

¿Qué hago aquí?, ¿por qué vine hoy a este bar? Estoy solo, traje lápiz y papel, supongo que presentía que querría escribir. Tampoco sé sobre qué. Y ahora: estoy en esta mesa como un desgraciado, garrapateando líneas sobre un papel, ante la mirada curiosa de algunos. Y tienen razón: ¿a quién se le ocurre entrar a un bar a escribir?

Me sorprendo pensando en ti. Si, en ti. Tal vez fue por lo ocurrido esta mañana que vine a este lugar. Pienso en ti porque lamento la manera en que te saqué de mi vida; aunque no creo que hayas salido porque aquí estoy, recordándote. Creo que quiero, a lo lejos, pedirte perdón.

Hace unas horas pensé que, quizá sin saberlo, estaba pagando los platos rotos contigo. Perdóname si ha sido así. Es que todo se me ha vuelto patas arriba: entregar el apartamento, mudarnos, llegar a un sitio incómodo y lleno de trastes ha sido terrible. Aún lo es.

Te consta como prolongué nuestra partida. Pintaba de a pedacitos el apartamento, sin ganas de marchar. Y lo último que hice fue llevarte a ese lugar y dejarte ahí: rodeado de ese montón de basura, olores y objetos desconocidos. Me entristeció dejarte así, sabiendo que ya no te vería nunca más.

Carajo, ¡qué días estos! Hasta tú lo pasaste mal. Casi ni comías; te veías tan flaco y hasta el “catire” te quedaba mal: ya estabas amarillento.

Me pregunto ¿por qué pienso en ti? Este lugar no tiene nada que te recuerde. Tú, a diferencia de otros, no naciste en una casa, un patio viejo o, un bar como este. No, tú naciste en un laboratorio de la Universidad Central, luego viviste sobre mis libros, en mi cuarto, en aquel apartamento que hace horas abandonamos.

No podría decir que esos quesos, perniles y jamones que cuelgan tras de la barra tienen que ver contigo; ni las botellas, ni siquiera los rincones o los baños sucios de este lugar. Y sin embargo vine a este bar, entré triste y ahora me desahogo pensando en ti. Tampoco tiene que ver contigo ese hombre que ahora canta y después ríe, mostrando dientes manchados por el cigarrillo y el chimó.

¿Sabes?, aunque con decirlo pareciera que te recuerdo una vieja deuda, debo admitir que cuando te salvé de la muerte a manos de aquella insensible profesora, no me proponía mantenerte para siempre conmigo. Sólo salvarte; pero te tomé cariño y ahora sin lágrimas estoy llorando por ti.

¿Qué harás en este momento?, ahora cuando me deleito con esta fría cerveza y le echo un ojo a la morena que está en la mesa de enfrente. Me mira, la miro y sostengo su mirada. Ella resiste unos segundos y yo, en una pose presuntuosa, bajo la mirada y la fijo en estas páginas.

Quiero impresionarla, que crea que estoy redefiniendo el Decreto número tres del Presidente, o que hallé un error de Einstein en su teoría o, que estoy por aclarar para siempre el dilema del eslabón perdido. Quiero que crea que estoy exprimiendo sin piedad mis neuronas y que la cebada que les inyecto es el combustible que el motor de mi cerebro necesita. Quiero que crea que soy un genio o, tal vez un productor de la tele o el cine; o un escritor de novelas que vino a elaborar una escena.

¿Le hablaría de ti?, ¿le contaría de esta tristeza? No lo sé y perdona si te sientes negado. Es que no creo que ella crea una historia así; menos aún creo que me ayude a conquistarla.

Cuento hasta quince, levanto la mirada y, como lo supuse, mira mis manos escribiendo con desesperación. Ahora sube su mirada. Nuestros ojos se enfrentan. Me sonríe. Le correspondo y, sé que parece ordinario, alzo mi tercio de Polar: ¡salud, digo; salud, responde.



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En el texto hay: tristeza, dolor, crisis

Editado: 30.04.2018

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