Observo el Orfanato Howard con una pierna doblada donde apoyo mi brazo derecho, y la otra cuelga en el borde de la azotea del edificio C. Sé que es peligroso, pero es el único lugar donde se puede apreciar toda el área de receso, en el cual los niños corretean detrás de otros y los más grandecitos charlan con normalidad sobre sus cosas. Un lugar agradable sin duda alguna.
Sin embargo, me encuentro sola junto a un vacío existente dentro de mí, una oscuridad profunda que atormenta lo que soy, y siendo empeorado cuando pienso en qué haré cuando salga de este lugar en menos de un mes.
Es complicada la situación, la nula interacción con el exterior, afecta a cada niño y adolescente del orfanato, y va en aumento mientras más dures aquí. Es decir, si se crece encerrado aquí, se notará la diferencia.
Aunque sea un caso poco común, muchos me ven como la líder, mantengo a todos por la raya; lo cual es obvio, pues conservo las sucias manos de cualquier degenerado lejos de las niñas más pequeñas e indefensas.
Pero no importa todo lo que haga aquí dentro, me siento vacía y sola, cierta soledad que procura acompañarme siempre y a cada momento. Teniendo claro que nadie espera por mí aquí dentro ni allá afuera. Lamentablemente, un orfanato no es el mejor lugar para conocer gente optimista, que nos ayuden a expandir nuestro conocimiento más allá del muro que nos aísla del mundo. Al menos yo, no conozco a nadie así.
Continuando con nuestro ciclo rutinario, empezado esta madrugada para poder tomar una ducha sin sentir esa incomodidad cuando otras niñas miran tu cuerpo desnudo al secarte, para luego desayunar y comenzar con las clases a las 7:30 AM.
Al escuchar el sonido de la campana retumbando, sacudo mi cabeza para alejar las ideas pesimistas que se aproximan a mi mente. Me dispongo a buscar la mochila para ir a la siguiente clase, aunque en el camino al aula, unos niños chocan conmigo sin detenerse a pedir disculpas, pero no los culpo, aquí tienes que aprender las cosas por ti mismo.
***
Al final de clases, me dirijo a mi habitación y, como todos los días, me encuentro con una caja sobre el suelo, la cual porta una nota que no me molesto en ver cuando reconozco la horrible caligrafía de Jack, un chiquillo de quince años que no se come el cuento de que tengo dieciocho, aunque es verdad, pero busca llamar mi atención haciendo estupideces, y todos los días encuentro la misma caja con algún insecto asqueroso, hasta una rata muerta llegué a encontrar. Por lo tanto, empujo la caja lejos de la puerta con la punta de mi zapato e ingreso a la habitación.
No hay nadie, así que tomo unos segundos para suspirar dramáticamente después de un aburrido día. Lanzo la mochila negra a un lado de la puerta y observo la puesta del sol a través de la ventana.
Muchos pierden la oportunidad de apreciar tal belleza natural con aquellas tonalidades anaranjadas y azules que se van esfumando al paso de las horas. Al menos yo, trato de no perdérmelo, porque me brinda la mínima esperanza de verla desde otra perspectiva, aunque no llegase a pasar.
Cuando el maravilloso espectáculo acaba, enciendo la bombilla y ordeno la habitación, que parece una pocilga, para luego realizar las últimas tareas que tengo para el lunes. Media hora después, la habitación se ve muchísimo mejor para como estaba y no tengo tareas pendientes.
Un poco cansada, me siento en la primera planta del camarote de la habitación y dirijo mi mirada a la ventana, hacia la vegetación frondosa del bosque que rodea el orfanato, pero no hay nada interesante que ver, aparte de los árboles en la penumbra.
Cuando estoy por desviar la mirada de allí, un gato negro con unos profundos y peculiares ojos verdes hace acto de presencia, captando mi atención por completo. El color de su mirada me roba el aliento, recordándome el verde de las hojas de los árboles cuando la luz del sol les alumbra.
Maravillada, me tomo el tiempo de observar al felino balanceando su cola peluda con un poco de gracia y, del marco de la ventana, da un salto hacia el escritorio para empezar a olfatear los lápices y hojas hasta revolcarlos por completo, como diciendo que eso no servirá de nada en un futuro no tan lejano, y robándome un intento de sonrisa.
De repente, se levanta para sacudir su cuerpo del polvo imaginario para luego, toma mi bolígrafo negro favorito y sale corriendo por la ventana.
Puto gato.
Me acerco con prisa a la ventana para ver caer al gato del árbol con mi bolígrafo entre sus pequeños afilados dientes, por lo que examino el árbol que queda a menos de dos metros de donde estoy, comprobando que sus ramas y el tronco son resistentes, así que soportará mi peso.
Sin pensarlo dos veces, saco mi cuerpo y me lanzo hacia el árbol, hago el intento de hacer el menor ruido posible para no alertar a los demás niños del edificio y, en el proceso, me aseguro de que no hallan cámaras por la zona. Me siento como una espía en serie.
Cuando veo al gato cruzar unas vallas muy altas, continúo con mi persecución hasta llegar a éstas que separan el orfanato del bosque. Me apoyo contra ellas, sintiéndome limitada y reconsiderando si seguir tras el ladrón de cuatro patas que se encuentra sentado mordisqueando mi bolígrafo, es lo correcto.
Respiro profundo y cierro los ojos para controlar la rabia que comienza a recorrer mi cuerpo. El aire frío acaricia mi rostro, hombros y cualquier espacio de mi piel que esté expuesta, relajándome al instante. Vuelvo a abrir mis ojos y observo al gato que está mirándome también, retándome e incitándome a seguir.