Las luces de la ciudad nunca se apagaban, siempre había algo que brillaba en la distancia, recordándole a Emma que la vida seguía fluyendo sin ella. Desde su pequeño apartamento en el piso 14 de un viejo edificio en el centro, podía ver cómo los automóviles se desplazaban como enjambres ordenados por las avenidas. Parecía que todos tenían prisa, una necesidad constante de llegar a algún lugar. Pero Emma no sentía lo mismo. Ella se había detenido en algún punto en el tiempo, atrapada en una rutina que no lograba romper.
Su apartamento era su refugio. Pequeño, sí, pero cómodo. Un sofá gris desgastado por los años ocupaba el centro de la sala. Frente a él, una mesa baja con revistas antiguas y una taza de té olvidada. A lo lejos, la cocina, casi siempre vacía de comida fresca, porque Emma apenas se molestaba en cocinar para una sola persona. Las paredes estaban decoradas con algunas fotos y cuadros, aunque ninguno tenía un valor sentimental real. Eran simplemente objetos que ella había colocado allí para llenar el vacío. Nada en ese lugar gritaba "hogar", pero era donde pasaba la mayor parte de su tiempo cuando no estaba trabajando.
Miró el reloj que colgaba en la pared. Eran casi las nueve de la noche, y la ciudad se sumía en esa energía vibrante que solo las grandes urbes tienen a esas horas. Podía escuchar, incluso desde su altura, el murmullo constante de las voces, los motores, y el eco de la vida nocturna que comenzaba a despertarse. Emma, sin embargo, no sentía la misma excitación. Para ella, la noche significaba lo mismo que el día: una sucesión interminable de horas vacías.
No siempre había sido así. Hubo un tiempo en que la vida le parecía llena de posibilidades, cuando soñaba con grandes cosas. Pero esos sueños se desvanecieron con los años, reemplazados por la fría realidad de la rutina. Había algo en la ciudad que la hacía sentir invisible. A pesar de estar rodeada de millones de personas, Emma sentía que nadie la veía realmente. Y quizás eso era lo que más le dolía: la soledad que venía no de estar sola, sino de estar rodeada de gente que no le importaba.
En el trabajo, todos parecían tan concentrados en sus propios asuntos que nadie se tomaba el tiempo de conocerla de verdad. Los compañeros de oficina la saludaban con cortesía, y de vez en cuando charlaban sobre temas triviales como el clima o las noticias del día, pero nada más. Emma había aprendido a ocultar sus emociones detrás de una sonrisa educada. Había días en que se preguntaba si alguien notaría su ausencia si decidiera desaparecer.
En noches como esta, cuando el peso del silencio se hacía insoportable, solía recordar los momentos en que no se sentía tan vacía. Las risas compartidas, las conversaciones hasta el amanecer, las promesas de amor eterno que se desvanecieron tan rápidamente como llegaron. Eran recuerdos que prefería no revivir, pero que inevitablemente la acosaban cuando el silencio se hacía demasiado presente.
Afuera, las luces seguían parpadeando. Los edificios altos que bordeaban las calles parecían gigantes de cristal y acero, imperturbables ante la vida que ocurría a sus pies. Emma sabía que la ciudad no la extrañaría. Nadie lo haría. Había pasado años perfeccionando el arte de volverse invisible, de vivir sin dejar huella. Pero en el fondo, había algo que deseaba con desesperación: ser vista. No como una sombra más entre la multitud, sino como alguien que importaba.
Se levantó del sofá y caminó hacia la ventana. Las luces del tráfico se reflejaban en sus ojos cansados. Era una rutina que conocía bien, ver el mundo desde la distancia, sin tocarlo realmente. A veces pensaba en salir, unirse a la marea de personas que llenaban las calles, perderse entre ellos. Pero sabía que no sería diferente. El mundo seguiría girando, y ella seguiría siendo una observadora, nunca realmente parte de él.
Tomó la taza de té, fría y sin sabor, y se dirigió a la cocina. El sonido de la cerámica al tocar la encimera resonó en el silencio del apartamento. Abrió la nevera y, como esperaba, no había mucho que pudiera llamarse cena. Sacó una manzana arrugada del fondo de una gaveta y la mordió con desgano. Mientras masticaba, su mente vagaba de nuevo hacia el pasado. No podía evitarlo. Cada noche era lo mismo: los recuerdos llegaban, y con ellos, el dolor.
Había una razón por la que Emma había cerrado su corazón. Había amado antes, intensamente. Pero ese amor la había dejado rota. Nunca imaginó que algo tan bello pudiera convertirse en una fuente de sufrimiento tan grande. Desde entonces, se prometió no volver a dejarse llevar por las emociones. Aprendió a vivir de manera funcional, sin esperar mucho de los demás, sin esperar mucho de la vida en general.
Pero ahora, en medio de la oscuridad y el silencio, comenzaba a preguntarse si había hecho lo correcto. ¿Era esta la vida que quería? ¿O simplemente era la vida que había aprendido a aceptar?
Suspiró profundamente y dejó la manzana a medio comer sobre la encimera. Volvió a su lugar junto a la ventana, mirando el horizonte una vez más. Las luces seguían allí, indiferentes a sus pensamientos, pero en algún lugar dentro de ella, una pequeña chispa de esperanza comenzaba a despertarse. Tal vez, solo tal vez, las cosas podían ser diferentes.