El café estaba más lleno de lo habitual. Las mañanas en la ciudad siempre parecían estar impregnadas de una energía frenética, pero en esta ocasión, Daniel lo notó aún más. La fila para pedir se alargaba hasta la puerta, y el murmullo de las conversaciones se mezclaba con el sonido constante de la máquina de espresso. Daniel observaba todo desde su esquina habitual, con su taza de café aún humeante entre las manos. Sin embargo, en lugar de sentirse envuelto en esa rutina reconfortante que lo acompañaba cada día, algo lo distraía.
Era ella, la mujer que había visto sentada en la misma mesa durante varios días consecutivos. Emma, aunque no sabía su nombre todavía. No había nada especialmente llamativo en su apariencia, al menos no en un sentido convencional. Pero había algo en su postura, en la forma en que miraba a través de la ventana, que lo atraía. Era esa mezcla de serenidad y melancolía que a menudo se reflejaba en su propio rostro cuando se miraba al espejo por la mañana.
Daniel había estado debatiéndose internamente desde hacía días sobre si debía hablarle. No era tímido, pero tampoco era alguien que iniciara conversaciones con extraños sin una razón concreta. Sin embargo, con ella, sentía que había una razón, aunque no pudiera ponerla en palabras. Era como si esa quietud aparente que rodeaba a Emma resonara con el vacío que él mismo sentía desde hacía años.
Después de varios minutos observándola disimuladamente, algo en su interior lo empujó a actuar. Se levantó de su asiento, sosteniendo su taza con más fuerza de la necesaria, y caminó hacia la mesa donde ella estaba sentada. No tenía un plan. No había preparado ningún tipo de conversación ingeniosa o interesante. Solo sabía que necesitaba hablar con ella.
— ¿Te molesta si me siento aquí? —preguntó, su voz firme a pesar de la ligera incomodidad que sentía.
Emma levantó la vista, un tanto sorprendida, como si no esperara que alguien se dirigiera a ella. Su mirada se cruzó con la de Daniel por un segundo que se sintió más largo de lo habitual. Al principio, sus ojos mostraban una ligera desconfianza, pero pronto esa barrera se desvaneció. Asintió lentamente y apartó un poco su taza, haciéndole espacio.
Daniel tomó asiento, sintiéndose un tanto torpe por la falta de palabras que le siguió a su propia pregunta. Había esperado que, al sentarse, algo fluyera de manera natural. Pero lo único que sentía era una sensación creciente de haber cometido un error. Sin embargo, no podía echarse atrás ahora. Decidió seguir adelante, aunque las palabras parecieran resistirse.
— Te he visto aquí varias veces —dijo finalmente—. Pareces venir casi tan seguido como yo.
Emma sonrió levemente, aunque no era una sonrisa genuina, sino más bien una de esas sonrisas educadas que usamos cuando no estamos seguros de qué decir. No quería ser descortés, pero tampoco tenía interés en entablar una conversación profunda con un desconocido.
— Es un buen lugar para desconectar un poco —respondió finalmente. Su voz era suave, pero había un tono de cansancio en ella, como si cada palabra costara más de lo que debía.
Daniel asintió. Él también venía al café por esa misma razón. No porque fuera el mejor café de la ciudad, sino porque el bullicio del lugar lo ayudaba a desconectar de su propio ruido interno. Sin embargo, había algo en la manera en que ella lo decía que le llamó la atención. Emma no solo estaba desconectando del mundo exterior, sino también de algo más profundo, algo que la consumía por dentro.
Hubo un silencio incómodo que se extendió entre ellos. No era el tipo de silencio que acompaña una conversación tranquila, sino uno que está lleno de palabras no dichas y preguntas que ninguno se atrevía a formular. Daniel miró su taza, y luego a Emma, buscando desesperadamente una forma de continuar la conversación sin parecer intrusivo.
— ¿Vienes aquí antes del trabajo o...?
— A veces —respondió Emma rápidamente, cortando la pregunta antes de que él pudiera terminarla—. Trabajo cerca, pero vengo más por costumbre que por otra cosa.
Su respuesta fue vaga, pero suficiente para que Daniel entendiera que ella no estaba interesada en compartir más detalles personales. Algo en la forma en que hablaba, como si quisiera mantener todo a distancia, le recordó a sí mismo. Daniel había pasado años perfeccionando el arte de mantener a la gente alejada. Quizás por eso se sintió tan atraído por Emma: ambos estaban luchando la misma batalla, aunque en frentes diferentes.
— Es curioso —dijo finalmente Daniel, en un intento por suavizar la tensión—, cómo la ciudad puede sentirse tan llena y vacía al mismo tiempo.
Emma levantó la vista, sorprendida por las palabras. No esperaba esa clase de comentario. La mayoría de las personas con las que interactuaba eran más superficiales, centradas en los detalles cotidianos y triviales. Pero esa simple observación resonó con ella. Porque era verdad. La ciudad, con toda su energía, podía ser un lugar solitario, donde la gente se perdía en su propio mundo y olvidaba que los demás también existían.
— Sí, lo es —respondió, esta vez con un tono más suave—. A veces pienso que estamos rodeados de millones de personas, pero todos somos invisibles de alguna manera.
Daniel asintió, sabiendo exactamente a lo que se refería. Se dio cuenta de que, aunque no conocía su historia, Emma tenía una profundidad que lo intrigaba. Ambos compartían algo, una especie de soledad que no era fácil de poner en palabras. Era como si el simple hecho de estar en la ciudad, rodeados de tanta gente, los hubiera vuelto expertos en ocultarse a plena vista.