Emma
El sol ya comenzaba a desaparecer detrás de los edificios altos, dejando un rastro de luz tenue que teñía el cielo de un color anaranjado. Emma estaba de pie frente a la gran ventana de su pequeño apartamento, observando el ir y venir de la gente en las calles. Desde su ventana podía ver el parque, un lugar donde solía ir a caminar en busca de tranquilidad cuando la ciudad se volvía demasiado abrumadora.
Esa noche, sin embargo, no sentía ganas de caminar. A pesar de lo pequeña que era su vivienda, el silencio en su interior parecía expandirse, llenándolo todo. El eco de sus pensamientos era mucho más ruidoso de lo que hubiera deseado. Pensó en Daniel, el hombre que había conocido unos días antes en el café. Había algo en él que la inquietaba, y no lograba comprender por qué.
Emma no estaba acostumbrada a sentir una conexión tan inmediata con alguien. En el pasado, siempre había sido cuidadosa, asegurándose de mantener a las personas a una distancia segura. Su vida había sido una serie de decisiones prácticas, diseñadas para protegerse a sí misma de cualquier tipo de dolor o decepción. Y aunque había pasado años perfeccionando esa estrategia, ahora sentía que su armadura comenzaba a mostrar grietas. La idea de dejar entrar a alguien en su vida la aterraba, pero al mismo tiempo, había algo en Daniel que hacía que esa idea pareciera menos amenazante.
Sacudió la cabeza, tratando de despejar sus pensamientos. No podía permitirse el lujo de perderse en fantasías. Sabía lo que sucedía cuando bajaba la guardia, y no estaba dispuesta a volver a pasar por eso. Pero, ¿por qué entonces no podía dejar de pensar en él? Las preguntas sin respuesta comenzaron a multiplicarse en su mente, y con cada una de ellas, la sensación de inquietud crecía.
Decidió que no podía quedarse en casa. Necesitaba salir, distraerse, aunque solo fuera por un par de horas. Tal vez dar una vuelta por el parque ayudaría a despejar su mente. Rápidamente se puso un abrigo, tomó las llaves de su apartamento y salió. Las luces de la ciudad ya comenzaban a encenderse cuando Emma llegó al parque. A esa hora, había poca gente; solo algunos corredores y parejas paseando de la mano.
Caminó sin rumbo fijo, perdiéndose en sus propios pensamientos. A pesar de que el parque era su refugio, en ese momento ni siquiera la serenidad del lugar lograba calmar su mente. Pero justo cuando comenzaba a pensar que nada la haría sentir mejor esa noche, lo vio. Daniel estaba sentado en una de las bancas, mirando al cielo como si también buscara algo que no podía encontrar.
Por un momento, Emma pensó en retroceder, en evitar el encuentro. No quería enfrentarse a esa conexión que sentía pero que no estaba preparada para explorar. Sin embargo, algo en su interior la impulsó a seguir adelante. Respiró profundamente y, antes de que pudiera cambiar de opinión, caminó hacia él.
— Hola — dijo suavemente, cuando ya estaba a solo unos pasos de distancia.
Daniel levantó la vista, sorprendido al verla allí. Una sonrisa apareció en su rostro, una mezcla de alivio y curiosidad. Emma se sintió nerviosa, pero había algo en esa sonrisa que la hizo sentir que tal vez, solo tal vez, había tomado la decisión correcta al acercarse.
— Hola —respondió Daniel, haciendo un gesto hacia el espacio vacío a su lado—. ¿Te gustaría sentarte?
Emma dudó por un segundo, pero luego asintió y se sentó a su lado en la banca. El silencio entre ellos no era incómodo, sino más bien tranquilo, como si ambos supieran que las palabras no eran necesarias en ese momento. El aire estaba fresco, y Emma cerró los ojos por un instante, sintiendo la calma del parque, dejando que su presencia se mezclara con la de Daniel. Ninguno de los dos parecía apurado por romper el silencio, pero al mismo tiempo, ambos sabían que había algo que debía decirse.
— ¿Qué haces aquí? — preguntó Emma finalmente, rompiendo la calma.
Daniel giró la cabeza hacia ella, su expresión serena. Parecía pensativo, como si estuviera buscando las palabras adecuadas.
— Lo mismo que tú, supongo. Buscando algo de paz — respondió después de un momento.
Emma asintió. Entendía perfectamente ese sentimiento. El ruido constante de la ciudad, tanto físico como emocional, a veces se volvía demasiado, y encontrar un lugar donde poder desconectar era vital para su bienestar. Lo que no esperaba era que Daniel compartiera esa misma necesidad.
— Este parque es mi escape — dijo ella, con la mirada perdida en los árboles—. Es el único lugar donde puedo pensar con claridad. Pero a veces, ni siquiera aquí puedo encontrar la paz que busco.
Daniel la miró, observando los rastros de tristeza en su rostro. No necesitaba saber todos los detalles de su vida para entender que Emma cargaba con algo pesado, algo que la mantenía alejada de los demás. Y aunque él no la conocía lo suficiente como para saber qué era, podía sentir que compartían más de lo que habían dicho en voz alta.
— Es curioso — dijo él finalmente—, cómo buscamos escapar, pero siempre hay algo que nos sigue. Es como si la ciudad tuviera una forma de no dejarnos ir, de mantenernos atrapados en nuestras propias mentes.
Emma lo miró, sorprendida por la profundidad de sus palabras. La mayoría de las personas con las que hablaba no entendían ese sentimiento. Para ellos, la ciudad era solo un lugar donde vivir, trabajar y socializar. Pero para ella, al igual que para Daniel, la ciudad era una especie de laberinto emocional del que era difícil escapar.
— Tienes razón — admitió ella en voz baja—. A veces siento que estoy atrapada aquí, no físicamente, pero emocionalmente. Como si no importara cuánto lo intentara, siempre vuelvo al mismo punto.