Cicatrices Invisibles

Capítulo 1 – Amanecer Melancólico

El sol ascendía como un ladrón, desgarrando las sombras de la ciudad con uñas de oro. No era un amanecer, sino una rendición. La luz se colaba por las cortinas como un testigo incómodo, iluminando el polvo suspendido entre Alejandro y su reflejo. Ese polvo era todo lo que quedaba de las promesas que no se cumplieron.

Afuera, los pájaros no cantaban, gritaban. Notas agrias, desentonadas, como si también llevaran cicatrices bajo las plumas. Alejandro las escuchaba desde lejos, desde muy adentro. Desde ese lugar donde guardaba los pedazos rotos que nadie veía.

Sus dedos, una jaula de huesos finos que no terminaba de contener el temblor de algo salvaje y asustado en su interior, ajustaban la corbata por tercera vez. O la cuarta. Había perdido la cuenta. Cada nudo era un intento fallido de estrangular el pánico que le crecía en la garganta.

Su camisa, como todos los días, olía a lavanda barata y a mentiras. El uniforme le apretaba el cuello. No era lana ni poliéster lo que lo asfixiaba, sino el peso de ser el joven que todos esperaban y nadie miraba profundamente.

La luz del amanecer se enredaba en los hilos oscuros de su pelo, pero no podía limpiar las sombras bajo sus ojos. Esas ojeras no eran solo falta de sueño: eran tumbas para las palabras que nunca dijo.

En el espejo, su boca dibujó una mueca. No una sonrisa. Nunca una sonrisa.

—¿Hoy será diferente? —susurró.

El silencio le devolvió la respuesta. La misma de siempre.

Y entonces, como cada mañana, se puso la máscara. Los músculos de su rostro se tensaron en una expresión neutra, vacía. La que hacía que el mundo creyera que no estaba desangrándose por dentro.

Pero los espejos nunca mienten. Los ojos de Alejandro, marrones como tierra húmeda después de una lluvia, no reflejaban luz: la devoraban. No buscaban consuelo en el vidrio sucio, sino confirmación de que aún podía sangrar sin hacer ruido.

Esa mirada, demasiado cansada para un cuerpo de diecisiete años, había aprendido a mentir antes que a pedir ayuda. No era melancolía. Era un puñal oxidado clavado entre las costillas: algo que ya no podía sacarse sin matar lo que quedaba de él.

Si alguien hubiera mirado con atención, habría visto el fuego bajo las cenizas. La rabia. La clase de rabia que nace cuando te han dicho demasiadas veces aguanta y tu cuerpo ya no sabe si es un templo o un campo de batalla.

Sus labios, delgados como cicatrices recientes, no temblaban. Eso era lo peor. Todo el dolor convertido en una línea recta, en un silencio perfecto. Había aprendido a tragarse las palabras como pastillas, con la misma esperanza cruel: quizá esta vez hagan efecto.

Las paredes, testigos mudos de tantas noches en vela, guardaban sus secretos. Afuera, el mundo giraba. Como si no importara. Como si nadie notara que Alejandro se aferraba al borde del precipicio con las uñas.

Pero hoy no. Hoy no caería.

Se ajustó la mochila al hombro, sintiendo el peso de los libros y de todas las expectativas que no había pedido. Respiró hondo. El aire sabía a miedo.

—Vamos —murmuró, no para animarse, sino para recordar que aún tenía voz.

Y entonces, como un soldado que sabe que la guerra no termina cuando suena el último disparo, salió al mundo. A fingir. A sobrevivir. A sangrar en silencio.

La casa, esa cárcel de paredes descascaradas, tragó sus pasos sin hacer ruido. Sabía moverse entre las sombras, como un gato callejero que ha aprendido que hacer ruido atrae golpes.

No miró hacia la cocina, donde siempre había un vaso menos de los necesarios que contaba la verdadera historia familiar.

La puerta no se cerró de golpe. Nunca lo hacía. Un chasquido apenas audible, como el sonido de un hueso quebrado en otra habitación. Así era todo aquí: violento en su silencio.

Afuera, la luz le golpeó la cara como una bofetada. Le ardía. Hasta el aire, que olía a pan recién horneado en la casa de alguien más, le recordaba lo que nunca tendría.

Cada fachada del vecindario parecía observarlo. No con juicio, sino con un aire discreto de confabulación.

—¡Buenos días, Alejandro! —gritó la señora Florinda desde su balcón, regando las macetas con manos temblorosas—. ¡Que tengas un lindo día en la escuela!

Alejandro alzó la mano en un saludo automático, mientras una sonrisa amplia y vacía se dibujaba en su rostro.

—¡Gracias, señora! ¡Igualmente, que tenga un buen día! —respondió con una voz clara y alegre que sonaba completamente auténtica.

Unos metros más adelante, el viejo don Ramón, barriendo la acera frente a su tienda de abarrotes, le guiñó un ojo.

—Ahí va el estudiante ejemplar. ¡A darle fuerte, muchacho!

—¡Eso haré, don Ramón! —Alejandro respondió con un entusiasmo que le quemaba la garganta.

Cada saludo era un clavo más en su farsa. Cada sonrisa que devolvía sentía como un latigazo en el alma. Mientras su boca pronunciaba palabras amables y su rostro mostraba una serenidad perfecta, por dentro una voz gritaba en silencio: "Si supieran. Si supieran que por las noches rezo para no despertar. Si supieran que esta sonrisa es la mentira mejor practicada".

Las risas de los otros niños le llegaban en oleadas. Ajenas. Crueles en su normalidad.

Madres que abrochaban chamarras con manos seguras, padres que cargaban mochilas como si el peso del mundo fuera ligero. Pero Alejandro había aprendido a caminar derecho bajo cargas invisibles.

Una niña pequeña tropezó frente a él, y sin pensarlo, la atajó antes de que cayera.

—Qué joven tan amable —dijo la madre, sonriéndole.

Alejandro asintió con esa sonrisa que había perfeccionado con los años, la que llegaba justo hasta los ojos, pero no los envolvía, pero por dentro se reía. Un sonido negro, lleno de clavos.

Amable.

Si supieran. Si supieran que lo único que él quería era gritarles: "¿Cómo mierda se vive sin este hueco en el pecho?"

Siguió caminando. Más rápido ahora. Como si pudiera dejar atrás el vacío que llevaba dentro.



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En el texto hay: romance, drama, abuso familiar

Editado: 14.10.2025

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