Blanco
Positivo: pureza, inocencia, orden, bondad.
Negativo: soledad, vacío. En culturas asiáticas y africanas, el color blanco simboliza la muerte.
Cuando Perséfone apenas tenía diez años, los servicios sociales se presentaron de forma imprevista en casa en la víspera de Navidad. Al parecer, tenían razones para retirar la custodia de los niños: habían comprobado que la situación económica de la familia no era buena, y algunas voces del barrio y del colegio dibujaban un ambiente de abandono bajo las paredes de aquella oscura y vieja casa.
Cuando una pareja decide adoptar, a menudo la sociedad mira a los padres adoptivos con ojos de compasión, como si tan sólo fueran un par de pobres desgraciados que, en su frustración por no poder tener hijos naturales, deciden acoger a unos hijos que jamás les amarán ni reconocerán como si fuesen sus verdaderos padres. Otras veces, se les ve más como una especie de héroes, de mártires, que en un arrebato de idealismo deciden salvar del desamparo a unos niños inocentes.
Los Abuelos no encajaban demasiado bien en ninguna de las dos categorías. Ciertamente, ellos no podían tener hijos de forma natural, pero no fue la frustración ni la pura caridad lo que les había llevado a acoger aquellos niños en su casa. Era un sentimiento más atávico, una generosidad casi ancestral, como la que tienen ciertos animales al alimentar a crías huérfanas que no son suyas.
Desde siempre, ellos habían explicado a los niños que ellos no eran sus padres biológicos, e incluso encontraban algo antinatural obligarlos a llamarles “papá” y “mamá”, debido a su relativamente avanzada edad. Por ello siempre fueron los Abuelos.
Primero llegaron Alfonso y Perséfone, con tan sólo tres años. Más tarde se uniría Lena, una niña nacida en Rusia, y el último en llegar sería Jaime, el más pequeño de todos. Aunque tenían un estilo de vida austero y una forma de educar quizá algo estricta y anticuada para la época, los Abuelos querían con locura a los niños, y lo cierto es que la vida cotidiana en casa distaba mucho de la descrita por los rumores de los vecinos.
La asistente social pidió a la Abuela una serie de documentos, y ella se los entregó sin mediar palabra. La funcionaria pasó un buen rato revisando aquellas hojas, buscando alguna prueba que le permitiera quitarles a los niños. Quizá fuera porque no encontró absolutamente nada que les incriminara, aunque Perséfone prefiere pensar que fue por la mirada de determinación y desafío que la Abuela dedicó a la asistente, pero al final ésta se marchó de la casa casi con vergüenza y los servicios sociales nunca volvieron a llamar a la puerta.
Perséfone guardaba un recuerdo muy especial de la Abuela. Era una mujer grande, generosa, con el pelo largo y gris. A diferencia del Abuelo, de carácter más parco y reservado, la Abuela hablaba mucho, le gustaba bromear, y cuando Perséfone se sentía triste o desanimada, la Abuela siempre estaba ahí con sus enérgicas palabras y su inquebrantable sonrisa.
Por ello, resulta inexplicable que, tiempo después, cuando Perséfone tenía quince años, fuera precisamente la propia Abuela quien pusiera fin a su propia vida, ingiriendo un veneno letal. Tan sólo dejó una escueta y confusa nota de despedida, en la cual decía – con una horrible y distorsionada caligrafía que distaba demasiado de su bella y ordenada letra – que quería mucho a su familia, pero que para ella no tenía sentido alguno seguir viviendo.
Nadie supo nunca qué batalla estaba librando La Abuela consigo misma: unos dicen que que arrastraba una larga y profunda depresión, y otros que su mente estaba completamente destrozada ante la adicción a los fármacos que sufría. Fuera el motivo que fuera, lo cierto es que aquella oscuridad que terminó por consumirla había permanecido completamente invisible a los suyos, oculta bajo las canciones de la radio que ella misma tarareaba cada mañana mientras preparaba la comida.