Amarillo
Positivo: alegría, optimismo, autoestima, extraversión.
Negativo: angustia, irracionalidad, miedo, traición.
Desde el mismo momento en que la puerta se abría, Perséfone podía sondear qué tipo de cliente tenía delante.
Existen personas cándidas, desprendidas, que muy probablemente necesiten aquello que les deseas vender, por absurdo e innecesario que parezca; y también existen personas desconfiadas y escépticas, a las cuales es una pérdida de tiempo tratar de persuadir. Entre ambos extremos, hay una escala de grises en la cual las probabilidades de cerrar una venta dependen del buen hacer y experiencia del vendedor.
El tipo de cliente que Perséfone tenía que captar en aquel momento no era de los más difíciles, pero sí uno de los más insoportables: un hombre narcisista y prepotente, la típica persona que se cree que todo lo sabe. Aunque ella hubiese querido abrirle la cabeza contra el suelo, sabía que tenía que hacer todo lo contrario: no discutir, no llevarle la contraria e incluso mostrar un fingido interés en el montón de mierda que estaba soltando por la boca. Al final, tras mucho despotricar, el hombre accedió a hacerse socio de la ONG para la que Perséfone trabajaba. Y, como ya había cubierto su objetivo diario de captaciones, Perséfone salió del edificio y puso rumbo a su casa, tapándose los ojos ante el sol que brillaba con intensidad a pesar de ser casi noviembre.
Llevaba ya un par de años dedicándose a ello, y, si bien había logrado vencer la timidez casi patológica que sentía al principio, con el tiempo había desarrollado – por pura necesidad – una falsa asertividad, una elaborada apariencia de seguridad en sí misma que acompañaba de pequeñas dosis de afabilidad y cercanía cuando era necesario (en aquel mundo las emociones jugaban un papel fundamental, y más cuando se trataba de captar socios para una ONG). Pero, tras aquella dulce, cálida y ensayada sonrisa, aquel trabajo sólo había acrecentado aún más su odio hacia el género humano. A Perséfone ya no le importaba nadie, no le importaban los estúpidos – y a menudo maleducados – clientes, y ya ni siquiera le importaban los niños de África para los que aquella ONG trabajaba (ella misma tenía dudas de que vieran un sólo duro de los socios que ella captaba a diario).
Perséfone llegó a casa, la cual estaba vacía porque aún era pronto – cerca de la una de la tarde – y Jaime aún no había regresado del instituto. Se dirigió a su habitación, dejó sus cosas en el suelo y se tiró directamente en la cama.
Aún estaba lejos de tomar una decisión respecto a Alfonso. A ratos le parecía un completo sinsentido (¿ir al otro lado del Océano Atlántico, con la única compañía de la persona que un día lo había sido todo para ella, pero con la que llevaba meses sin hablar?); pero otras veces pensaba que un cambio de aires podría ser bueno para ella, por aquello de “salir de la zona de confort”. Una expresión que Perséfone escuchaba a menudo en los cursos de ventas que la obligaban a hacer, y que, por otro lado, odiaba profundamente. ¿Qué sabían ellos?
Lo cierto es que su propia existencia jamás había estado cerca de ser confortable. Como muchos otros hijos adoptados, ella siempre se había sentido asfixiada por aquella angustia vital de no saber quiénes eran sus padres biológicos, cómo eran, qué les sucedió… y el no tener ni la más mínima respuesta era para ella una incómoda y dolorosa espina que llevaba siempre clavada y era incapaz de sacar.
De sus padres, los Abuelos tan sólo la habían contado que murieron poco después de que ella naciera. Ciertamente nunca la habían prohibido buscar a su familia biológica, pero era ella misma quien no se sentía con fuerzas suficientes para hacerlo mientras los Abuelos aún vivían (tenía miedo de que lo percibieran como una especie de traición). Sin embargo, los Abuelos ya no estaban, y tal vez era el momento de dar un paso adelante para resolver la incógnita de su propia vida.
Perséfone miró el móvil, y vio la petición de amistad que tenía pendiente desde hacía unas semanas. Era de una tal Valeria Jiménez, y junto a la petición, había un mensaje suyo en el que afirmaba ser su tía paterna y llevar mucho tiempo buscándola. Perséfone no había aceptado la petición por miedo, e incluso llegó a pensar que se trataba de un perfil falso con malas intenciones, de alguien que sabía que era adoptada y quería confundirla y engañarla. Pero lo pensó mejor, y realmente no tenía nada que perder por hablar con ella... Además, si finalmente decidía marchar con Alfonso a América, tal vez aquella era su última oportunidad de conocer en persona a alguien de su propia sangre.