Naranja
Positivo: vitalidad, calidez, energía, originalidad.
Negativo: desafío, odio, debilidad, agresividad.
A lo largo de su infancia, Perséfone y Alfonso escucharon varias veces los rumores de que ambos eran en realidad hermanos biológicos. Los dos habían nacido el mismo el día, el mismo año, habían llegado a la vez a casa de los Abuelos y compartían un leve parecido físico (sobre todo por la piel pálida y el pelo oscuro). A pesar de ello, los Abuelos siempre habían negado que ambos compartieran los mismos padres, y el mismo Alfonso siempre decía, con cierta prepotencia, que era imposible que fueran hermanos, que él realidad descendía de un millonario suizo.
De niños, Perséfone y Alfonso eran completamente diferentes. Si Alfonso se ganaba la atención y el cariño de los demás con su templanza, Perséfone lo hacía con su encantadora vivacidad. Si los Abuelos quedaban asombrados por las complejas e ingeniosas preguntas de Alfonso, impropias de un niño de su edad, después se reían a carcajadas con las ocurrentes respuestas de Perséfone, llenas de sarcasmo. Ambos formaban un extraño equipo en el que, a la vez, se apoyaban, se atacaban, se querían y se odiaban.
Cuando les castigaban en habitaciones separadas por pelearse, ellos mismos, al cabo de un rato, se escapaban para reencontrarse – y a menudo solían terminar discutiendo sobre lo mismo. A pesar de ello, mantenían una firme lealtad entre los dos, y si bien disfrutaban atacándose el uno al otro, no permitían que alguien más lo hiciera con alguno de ellos.
Al haber llegado a la vez a casa y tener la misma edad, eran inevitables las comparaciones, y de pequeños solían competir por atraer la atención de los demás. Sin embargo, aquel desafío constante se fue convirtiendo, a medida que crecían, en una forma de reafirmar su propia identidad, como dos fuerzas contrarias que sin embargo se necesitaban para tener un sentido.
Aquella convulsa pero tierna hostilidad que existía entre ellos, tan común entre hermanos, se extinguió para siempre el fatídico día en que la Abuela se marchó.
El Abuelo no pudo soportar el dolor de perder a su mujer, su gran compañera en aquella lucha por sacar adelante a cuatro niños. Intentó mantener la fortaleza necesaria para seguir sosteniendo a su familia, pero no fue capaz de librar aquella batalla y terminó ingresando en un centro psiquiátrico.
Perséfone y sus hermanos pasaron a estar bajo la tutela del Estado. A los pequeños, Lena y Jaime, se les llevaron a un centro para niños menores de catorce años, mientras que a Perséfone y Alfonso, de quince, les trasladaron a otro centro para jóvenes.
Cuando llegaron, Alfonso y Perséfone se encontraban desconcertados, fuera de lugar, con una asfixiante sensación de irrealidad. Las oscuras paredes del aquel centro de menores, iluminadas únicamente con unos molestos fluorescentes blancos, eran para ellos como el escenario de un videojuego de terror, de una absurda pesadilla, de la que pronto despertarían y volverían a la calidez de su antigua vida.
Al no poder soportar aquello, Perséfone sufrió un ataque de ira a los pocos días de entrar y golpeó a una monitora del centro, que tal vez le había hecho un comentario demasiado incómodo o estaba tratando de imponerla alguna norma demasiado absurda. La monitora comenzó a gritar y enseguida acudieron dos guardias de seguridad, que inmovilizaron a Perséfone y la llevaron a una sala blanca en el sótano.
Un par de horas después, cuando Perséfone se calmó, entraron en la sala otros dos trabajadores del centro, y Alfonso venía con ellos. Él se sentó enfrente de ella, la miró fijamente y, aunque no dijo nada, Perséfone entendió perfectamente lo que sus aterrados ojos negros querían decirle. Había llegado la hora de aceptar que aquel mal sueño se había convertido en realidad, en su única realidad, y a partir de ahora tan sólo se tenían el uno al otro.