Verde
Positivo: equilibrio, esperanza, armonía, juventud.
Negativo: envidia, enfermedad, rencor, celos.
Hay varias razones que llevan a las personas a amarse. Por ejemplo, en el caso de los Abuelos, lo que les unía era la misión que tenían en común: ambos habían decidido formar un equipo para crear una familia desde cero y verla crecer. Lena, en cambio, había experimentado otra forma de amor más cinematográfica, el típico flechazo, una conexión visceral y casi insana que la llevó a mudarse a París con un francés del que se había enamorado locamente en unos pocos meses.
Lo que les había ocurrido a Perséfone y a Alfonso era distinto.
Quizá fuera demasiado tiempo de soledad, sin creer en nada, sin confiar en nadie; o quizá fuera el efecto de encerrar a dos almas adolescentes en ebullición en una prisión hostil, reprimiendo su libertad y sus ansias de descubrir la vida. El caso es que ambos comenzaron a sentir una gran conexión emocional, y, como parte de lo que para ellos era un proceso natural, también sexual. Empezaron a buscarse en la noche, enganchándose como las decrépitas ramas de un árbol en diciembre, ahogando sus gritos ancestrales para no romper el silencio de ultratumba de aquella cárcel.
Sin embargo, la dirección del centro – aquel Gran Hermano que conocía morbosamente todos los detalles de la vida de sus habitantes – no veía tan natural la relación entre ellos, e intentó separarles por todos los medios, destinándoles a edificios distintos, intentando que sus horarios no coincidieran y evitando a toda costa que ambos se cruzaran.
Pero era inútil, pues siempre encontraban la forma de escaparse de cada trampa. Perséfone había descubierto una dimensión de Alfonso que antes le era desconocida: el Alfonso hermano era frío, distante y lleno de orgullo; mientras que el Alfonso amante era empático, dulce y no tenía miedo de mostrar su propia vulnerabilidad. Habían encontrado refugio el uno en el otro asomándose a la oscuridad que les pudría por dentro, y la devoción que se profesaban era de alguna forma terapéutica para acallar las voces de la destrucción interior que sólo ellos eran capaces de escuchar.
Perséfone y Alfonso esperaban con ansia el día en el que cumplirían dieciocho años y podrían salir de allí. Si ya en su cautiverio se sentían felices, sólo por el hecho de tenerse el uno al otro, ¿cómo serían, entonces, si pudieran vivir con el privilegio de la libertad? A menudo fantaseaban con recorrer las carreteras del mundo en caravana, con vivir juntos en una casa de madera en las montañas, con tener dos perros, cinco gatos, y muchos hijos; para que en su casa hubiera siempre el ruido y la alegría con la que ellos mismos habían crecido.
Sin embargo, poco antes de hacerse mayores de edad, después de uno de sus encuentros por la noche, Alfonso le hizo una confesión inesperada a Perséfone (Alfonso tenía esa mala costumbre de dar las malas noticias después de hacer el amor, justo cuando Perséfone se encontraba más sensible). Aquello que él siempre había dicho, que era hijo de un millonario suizo, resultó que no era una fantasmada, como siempre había pensado Perséfone. Era cierto, y su padre le había ofrecido ir a pasar unos meses con él a Suiza para conocerse. Al escuchar aquello, Perséfone se sintió rota por dentro, pero pronto empatizó con Alfonso: ella misma, que nunca había conocido a sus padres biológicos, comprendió que aquella era una oportunidad que Alfonso no podía dejar escapar.
El día del decimoctavo cumpleaños llegó para ambos y sus caminos se bifurcaron: Alfonso partió hacia Berna y Perséfone volvió a la casa donde todos vivían antes. Al cruzar la puerta del piso vacío, Perséfone sintió el sabor amargo de la libertad que sienten aquellos ex-presidiarios institucionalizados que se sienten perdidos y confusos en un mundo sin verjas ni vigilancia.
Los primeros días hablaban por el móvil a todas horas, y Alfonso le mandaba fotos, muchas fotos. Al ver aquel verde intenso de los bosques, aquellas montañas heladas, aquellos lagos de cristal, Perséfone no podía evitar sentirse tentada de dejarlo todo e irse allí con él. Pero, por aquel entonces, era imposible: tenía que conseguir, antes de nada, sacar al Abuelo del hospital psiquiátrico para llevarle a casa, y después encontrar un trabajo con el sacar adelante a la familia.
A pesar de ello, ambos tenían tanta fe en lo suyo que se resistieron a perder la esperanza de que algún día, indeterminado en el tiempo, pudieran estar juntos de nuevo. Se veían cuando podían – era más frecuente que Alfonso viniera a España, pues en ese momento era él quién tenía más tiempo y dinero – y, en sus encuentros, era como si el tiempo no hubiera pasado y la distancia no hubiese existido nunca.
Sin embargo, el tiempo pasa y la distancia existe, y prueba de ello es que, poco a poco, aquellas visitas – y hasta los mensajes del móvil – se espaciaron cada vez más. Cada uno iba tejiendo los hilos de su propia vida. Y a Perséfone, de alguna forma, se le hacía insoportable ver lo feliz que era Alfonso en Suiza, mientras ella se quedaba estancada en una rutina gris, llena de incertidumbre y recuerdos amargos del pasado, esperando aquel día que nunca llegaba.