Se suponía que debía estar en la cima, se suponía que los sueños se cumplían si una persona era lo suficientemente audaz y valiente para luchar por ellos. Se suponía que si uno daba el máximo esfuerzo, podría tener todo lo que deseara a sus pies. Sin embargo, no era así.
Los escenarios perfectos en los que las damiselas en apuros tropezaban con príncipes azules que les hacían realidad su vida deseada, simplemente no existían. Al menos no en la vida real. Y esta realidad era a la que se enfrentaba Kamille en Vancouver.
Luego de salvar el año escolar, completar a duras penas su último año de curso y graduarse finalmente del terrible Jules Watson, la chica de cabello oscuro emprendió un camino un tanto inesperado. Había pasado medio año desde que Kamille había abandonado su hogar para aventurarse a lo desconocido en una ciudad nueva. Solo que esa aventura no había sido exactamente lo que había imaginado.
Kamille
―Terry, estas latas de sopa expiran en dos semanas, ¿puedo tenerlas por un precio más bajo? ―dudé mostrándole la pequeña caja que contenía doce latas de sopa de pollo que acababa de recolectar de los estantes.
Teníamos cierta confianza, luego de haber trabajado en su tienda de comestibles por casi tres meses. No era la primera vez que aprovechaba los productos próximos a caducar. A veces mi mente divagaba, cuestionándole a la vida por qué me había hecho llegar hasta este punto; pero luego cerraba los ojos y simplemente agradecía al universo por lo que tenía y por poner a un hombre tan bondadosos como Terry en mi camino. Quizás no me había ido tan mal después de todo.
―Claro, niña. Diez están bien―respondió él, con su acento que aún no lograba decidir si se trataba de francés o portugués.
Por lo que sabía, Terry era un inmigrante afroamericano. También tenía una hija adolescente, aunque él ya rondara los cincuenta años. Según me había contado, la pequeña Louisa había sido un accidente, porque en realidad él había decidido no tener hijos. La historia de la madre de su hija seguía siendo un misterio, supongo que nuestra confianza no había llegado todavía a ese nivel. A pesar de todo, era buen padre. La chica lo visitaba a menudo y a veces incluso nos echaba una mano en la tienda.
―Eres el mejor―le agradecí entregándole un billete de diez dólares.
―Sí, claro―rezongó como lo hacía cada vez que recibía un cumplido. Ya me había acostumbrado, era parte de su encanto―. Ve a casa o se te va a hacer tarde―añadió señalando el reloj al fondo del pasillo.
Miré instintivamente hacia donde él señalaba. Tenía razón, ya eran las once y un cuarto. Di la vuelta al mostrador para recoger mi mochila y dejar el chaleco de la tienda. Entonces me despedí brevemente de Terry y salí pitando con mi caja de sopas a cuestas. Tendría que darme prisa si esperaba llegar a tiempo al dormitorio de la universidad. Cerraba a medianoche y lo aprendí a las malas, quedándome fuera un buen par de veces.
La señora Chloé me decía que sería mejor si buscara alguna habitación fuera del campus dónde quedarme, ya que la mitad del tiempo dormía en una banca fuera de los dormitorios, por pasarme del toque de queda. Pero no es que lo hiciera a propósito; sino que perdía la noción del tiempo cuando estaba en la tienda y a veces también el tráfico me traicionaba. En los peores casos, los veinte minutos que separaban la tienda del campus se convertían en una hora; ya fuera por algún accidente en la ruta o algún desperfecto del autobús. A veces sentía que me perseguía algún tipo de mala suerte permanente.
Suspiré dramáticamente con la vista clavada en la ventanilla del autobús. Volvía a llegar la primavera, la época del año que me ponía más nostálgica. En dos días se cumplirían exactamente dos años desde la última vez que estuve frente a Lucas Vayne. Su recuerdo cada vez se hacía un poco más borroso en mi memoria. Sin embargo, por alguna extraña razón, me hallaba a mí misma de vez en cuando repasando las facciones de su rostro, su cuerpo, su pelo, sus ojos marrones, reconstruyendo su imagen detrás de mis párpados. Una parte de mí no podía permitirse olvidarlo.
En días como este, cuando no lograba luchar en contra de mis pensamientos, me permitía ver aquel viejo video una vez más. Lo único que conservaba para no olvidar el rostro de ese chico que puso mi mundo de cabeza. Él llevaba su camiseta favorita del Manchester United, con la que recordaba algunos de sus mejores momentos y nuestros mejores momentos en la secundaria. Había visto tantas veces ese video de apenas veinte segundos, que ya me sabía de memoria cada palabra e incluso el momento exacto de cada parpadeo.
El mensaje era breve:
“Todos deben estar hablando del escándalo que hizo Shay la noche de la gala benéfica. Felicidades Lerouse, hiciste el ridículo inventando chismes delante de todos. Hasta nunca.”
Después de que ese video se volviera viral en todo el colegio, por alguna razón dejé de ser el hazmerreír de todos. No había sido un gran mensaje y él tampoco había negado o admitido nada de lo que había visto. Era tan ambiguo, que ni siquiera sabía qué pensar, a pesar de todas las explicaciones que me había dado la última vez que nos vimos.
Por supuesto, Shay no dejó de meterse conmigo; pero en parte todo pareció volver a su sitio inicial, en el que ella intentaba fastidiarme y yo pasaba de ella. En ocasiones, una parte de mí deseaba olvidarlo todo, ir con Lucas y darle una nueva oportunidad. Solo que él ya se había marchado, sin dejar atrás nada más que una carta manuscrita en mi buzón.