—¿Estás nerviosa?
Girá la cabeza hacia su hermana con la sonrisa brillante y sonríe. Es hermosa, como ella, con sus ojos grandes, con su cabello ondulado, con los labios enrojecidos por comer a escondida las fresas de los pasteles. Debería molestarle, sí, pero no lo hace porque algo en su interior se enfría ante la ansiedad de lo que podría suceder. Y entonces aparta la mirada.
Todo iba a cambiar. Revolvió las manos observando al frente, al suelo, a sus pies envestidos como si fuera habitual llevar un traje ceremonial por todo el palacio. Nadie que se pusiera algo con hombreras y corset admitiría que le gusta.
Solo serían unas horas. Unas horas y todo volvería a la normalidad. Pero por qué no se sentía como si todo fuera a volver a la normalidad, por qué el estómago se le revuelve tanto.
—Oye. —Una mano se posa suavemente sobre el grueso guante blanco y alza la mirada. Si pudiera sentir la calidez de la piel de su hermana, si pudiera entrecruzar los dedos como muchas veces antes y abrazarla para dejar de sentir frío en el interior. Sus ojos son grandes, están llenos de ilusión, y sonríe—. Todo irá bien.
Todo irá bien.
—Si, irá bien.
La complicidad es todo, por lo que cuando aprieta el guante y aquella sensación llega a piel un poco de aquel frío retrocede y se permite respirar.
—Cuando termine —oye susurrar a su hermana mientras mira a ambos lados—, iremos a comer fresas, guarde algunas en mi habitación.
—¿Cómo sabes que no largaran olor? —pregunta entre risas por la mirada perversa de su hermana. Y el calor retrocede un poco más.
—Las terminaremos antes de que eso suceda. ¿Sabes qué? Al demonio, vamos a comerlas ahora y robamos unas más después.
. . .
Las manos, revuelve las manos. No puede dejar de moverse. Demonios, le dicen que se detenga, que tome en serio todo. Es un evento importante que cambiará el curso de las cosas. Lo sabe, lo sabe y quiere detenerse. Lo intenta. Pone las manos a cada lado del cuerpo y cuadra los hombros, alza el mentón, aprieta los labios y al momento de inclinarse junta las manos sobre su vientre y vuelve a revolverlas.
—¡Basta! —grita su madre y ella alza el mentón con tanta rapidez que siente un tirón en el cuello. Ojala fuera excusa suficiente para no asistir, ojalá fuese excusa para no volver a ver a su madre azotar una bandeja de plata contra el suelo. Su rostro está rojo y sus ojos fríos. Se mueve rápido y la capa a su espalda ondea con violencia. Se acerca, la toma de las manos y las aparta con fuerza. El frío vuelve, se siente como algo punzante, como una bocanada que no llega al interior, y cuando su madre la toma del cuello siente un horrible nudo en la garganta. Ya no se atreve a respirar—. O te quedas quieta —le gruñe la mujer—, o te arranco los brazos, ¿comprendes?
Carlota asiente y espera que su madre se aleje para respirar.
—Una vez más —le dice esta dandole la espalda.
. . .
Es el día, llegó el momento. Al fin. Lo esperaron por mucho. Desde antes de que nazca. Antes de que su padre o su abuelo nazcan. Estaba escrito en la profecía y cargar con ello fue un peso que no podía desearle a nadie. Solo que ya estaba por terminar.
Se mira en el espejo con disimulo, el vestido que habían mandado a hacer para la ocasión le queda pequeño, siente que aprieta sus hombros y el vientre. No puede respirar. Pero aún así sonríe, no con los dientes, no se siente tan bien para enseñarlos y fingir que no estaba a punto de vomitar, pero si con los labios apretados, tirantes en cada mejilla. Parece falsa. Suelta una mueca. Una mueca más grande que su otra mueca, y se queda quieta solamente mirando el reflejo de la joven.
Es la primera mujer en la familia, la primera con sangre real, pura. No vino por un matrimonio con el rey, ella era la primera hija, la primogénita. Un acontecimiento así era digno de alguien con un futuro próspero, le dijo su madre por la mañana. Aunque Carlota no se siente de esa manera. El estómago se le revuelve y siente el olor a fresas en la nariz, como si estuvieran haciendo todo el recorrido de vuelta afuera. Espera terminar antes de que eso suceda, antes de ser consciente de todo lo que sucedía. Aunque sabe que es difícil que suceda.
La puerta se abre y ve su padre asomar la cabeza con los ojos imperturbables. Se inclina con respeto, bajando los ojos, y al enderezarse aprieta los labios.
—¿Es hora? —pregunta ella revolviendo las manos, y él asiente apartándose del camino para que ella salga. Pero duda un momento, viendo su reflejo pequeño, tembloroso.
—Espero que te sepas la importancia de lo que sucederá —escucha decir a su padre y ella se voltea a verlo. Asiente. Sabe que esa noche todo puede cambiar, que más siglos de lo que podían contar habían profesado su nacimiento, su destino. Sabe que debe bajar la cabeza y salir, porque es lo que su madre le ordenó que haga, pero de nuevo sus pies se niegan a obedecer y tiembla.
Mira al rey, parece impaciente y con los labios apretados y los puños cerrados a cada lado. No hará nada, no podrían hacerle nada hasta que la profecía sea oída, pero lo que pueda suceder después no es tan seguro.
Reacciona.
Cierra los ojos, los aprieta con fuerza y toma una respiración profunda. Todo terminara rápido, para el ocaso estaría durmiendo en su cama, envuelta entre mantas, y por la mañana el desayuno sería abundante. Abre los ojos y vuelve a mirarse en el espejo. Por la mañana haría que quemen ese horrible vestido, no sabe por qué pero le genera un frío incontrolable. No quiere volver a verlo.
Toma otra respiración, siente cómo la tela la aprisiona, cómo quiere arrebatarle la vida con crueldad, y al dejar salir el aire se voltea y camina hacia la salida. No va a dudar, no hay espacio de duda. Es su destino y ella tiene que acudir.