Ciervo Blanco

Capítulo 2

El carruaje se sacude y el estómago se le aprieta. Con ella viaja su padre, su madre y la pequeña Clarisse. No tiene un vestido como el de ella, sino uno más sobrio y con el mismo color escarlata que el de su madre y padre. No sabe por qué el de ella es blanco, supone que porque todos deben mirarla, quizás lo dice la profecía, quizás es el color que eligieron los ancestros que debía llevar. Intenta distraerse pensando en una razón, cuando su madre se inclina y le gruñe algo. La mira, no debería gruñirle a tan poco de la ceremonia, pero cuando se obliga a oírla baja la mirada a sus manos juntas frente a sí, revolviendose. Las aparta una de la otra y alza el mentón.

Mira por la ventana a la oscuridad de la medianoche. Están subiendo una pendiente, la montaña que rodea el castillo. Una vez leyó que antes era el hogar de dragones, seres misteriosos, sabios. Pero no creía en eso, nunca lo hizo. Más bien pensaba que son rocas nacidas del suelo, de vibraciones, de caos, y que en su interior habita el corazón de fuego, la destrucción. Por eso son hermosas, no saben controlarlas y ellas, magníficas, hacen temer al mundo su despertar. El cielo está turbulento, casi podría decirse que romperá a llorar en cualquier momento, y aunque la alivia también le preocupa las personas que queden bajo el aguacero. Desea cancelar todo para otro momento, uno que no la inquiete tanto.

—Carlotta, cierra la ventana —ordena su madre, e incapaz de desobedecer, deja caer la cortina sobre el cristal justo cuando la primera antorcha le da la bienvenida. Mira a su padres. El rey sigue sin mostrar emoción, la mira como si no fuera nadie y aprieta los labios con disgusto, una mueca. Quizás la única emoción que se cuela a su muro. Su madre es un poco más transparente, gruñe por lo bajo mientras se arregla el vestido, dice palabras sueltas y bufa. Odia bufar, lo hace cuando la situación es caótica.

¿Cómo puede ser la situación caótica si estaba provisto por siglos? ¿Cómo pueden impacientarse tanto si todo está saliendo como debe?

—Clarisse —dice de repente y ambas hijas la miran atentas, aunque la reina no la mira a ella, sino a su hermana—. Mantén el perfil bajo, no queremos que llames la atención. Hoy es el día de tu Carlotta.

Clarisse asiente ruborizada y la mira con cierto temor. Le colocaron un velo sobre el rostro para que no atraiga demasiadas miradas. Su madre dice que es mejor tenerlo, su belleza supera la de Carlotta y la noche es de ella. Solo de ella.

Carlotta quiere decirle que no es necesario, le quitan un peso de encima si puede huir de tantos ojos, tantas miradas, tantas expectativas. Pero su madre no la mira mientras baja la tela sobre el rostro de su hermana con más delicadeza de la que ella sintió nunca, y le murmura consejos para respirar con ella.

Luego la mira.

—Sabes qué hacer —le dice con voz fría y el ambiente cálido que pudo respirarse dentro del carruaje se cortó. Ambos reyes la miraban fijos, serios, y el estómago se le apretó aún más—. Carlotta, las manos.

Baja la mirada, está revolviéndolas. Las aparta, traga el nudo que se comienza a formar en su garganta y alza el mentón sin apretar los labios, sin reaccionar, sin siquiera respirar profundo porque sabe que las telas que la envuelven la aprisionaron.

—Estoy lista.

. . .

La mano de su padre es dura, fría, áspera. No le gusta sostenerla y aunque debe hacerlo al bajar del carruaje se dice que es un momento. Un momento mientras desciende el primer escalón. Un momento. Al segundo y al tercero siente la necesidad de arrancar los dedos de entre los suyos. Llega al suelo y siente como los prieta antes de soltarla. Puede ser un reflejo, algo que él hace por favor, como todos los gestos hacia ella, pero no evita que sus ojos se abran de asombro y lo observe. Él inclina la cabeza y se voltea, no hay nada más que decir o hacer. Cumplió con su trabajo. Ahora sigue su madre, parada junto a ella, inclina la cabeza y se aparta para reverenciar al rey, se coloca a su lado y la mira. Todos la miran.

Traga el nudo y baja la mirada cuando sus manos se tientan a tocarse. Las obliga a permanecer, a quedarse a cada lado, y toma una respiración profunda que le roba la libertad por un momento. Deja salir el aire, inclina la cabeza hacia sus padres, serios, impasibles, se endereza y se gira hacia la muchedumbre de ojos oscuros detrás de sus máscaras. Percibe algo extraño, cree que es hambre, cree verlos devorarla de deseo. Inclinan la cabeza y al alzarla se le revuelve el estómago. Si es hambre.

. . .

Las antorchas rodean el interior de la meseta. Una, dos, cuenta treinta en total, cada una parada alrededor de un cuadrado de suelo liso y cuidado. Cuenta los asientos bajo cada antorcha y mira el pedestal sobre el que está parada. Hay una antorcha más grande que las demás encima de su cabeza, tiene un fuego diferente, azul, y este ondea con el viento de la tormenta sobre su cabeza.

Los miles de ojos ya no la miran. Al menos eso quieren hacerle creer. Bailan vestidos de gala, como en una de las pinturas de antaño, vestido de aquel escarlata que le recuerda la repugnancia y el dolor. La música suena a pesar de las conversaciones y risas que la rodean, se hace oír como una melodía suave y delicada que le revuelve cada vez más el estómago. Siente que no puede respirar.

—Cuida tus manos —gruñé alguien detrás y al instante aparta una de la otra, atrayendo la mirada de algunos curiosos bailarines al pie de su pedestal. Les brillan los ojos, parecen deleitados, extasiados. Inclinan la cabeza sin dejar de moverse en círculos, sujetos uno a otro, y se alejan. Disfrutan la ceremonia, eso está bien. Es lo que debe esperarse.



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En el texto hay: fantasia, sacrificio, amor

Editado: 15.07.2025

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