Los días previos a la Gran Convención Arquitectónica en el estudio J&R Asociados fueron un torbellino de actividad. El despacho, ubicado en un ático industrial de techos infinitos y paredes de hormigón visto, vibraba con el sonido de los plotters imprimiendo planos y el murmullo constante de los arquitectos junior.
Julián estaba en su oficina, una pecera de cristal desde la que supervisaba todo el estudio, cuando Ricardo entró con una expresión de molestia inusual.
—Tenemos un problema técnico, socio —dijo Ricardo, lanzando una carpeta sobre el escritorio de madera de nogal de Julián—. Acabo de hablar con Marcos. El fotógrafo oficial del estudio se va.
Julián levantó la vista de su iPad, donde ajustaba un render. —¿Cómo que se va? Tenemos la entrega de la Torre Zen y la presentación de la Convención en menos de una semana.
—Le han ofrecido una beca en Berlín y se larga del país pasado mañana. Dice que lo siente, pero que no puede dejar pasar la oportunidad. Nos ha dejado colgados con todo el material promocional que necesitamos para captar a los inversores europeos.
Julián se frotó las sienes. El orden que tanto amaba acababa de recibir un golpe logístico. —No podemos ir a la Convención con fotos mediocres de archivo, Ricardo. Necesitamos a alguien que entienda la luz de nuestras estructuras. Alguien que no solo dispare, sino que interprete el edificio.
—Lo sé —asintió Ricardo, sentándose frente a él—. He llamado a la agencia de siempre, pero están saturados. Dicen que podrían enviarnos a un par de candidatos para hacer entrevistas después de la Convención, pero no antes.
Julián miró el calendario digital en su pared. El vacío de la plaza de fotógrafo se sentía como una falla estructural en sus planes.
—Está bien. No tenemos otra opción. Haremos las entrevistas después de que pase el caos de la Convención —decidió Julián, recuperando su tono de mando—. Por ahora, usaremos el material de Marcos y rezaremos para que los inversores se fijen más en los planos que en las sombras de las fotos.
Esa tarde, Julián regresó a casa más tarde de lo habitual. Elena lo esperaba con una cena ligera y una copa de vino blanco. El ambiente en la mansión era, como siempre, de una paz sepulcral.
—Te noto tenso, amor —dijo Elena, acercándose para masajearle los hombros. Su tacto era suave, frágil—. ¿Sigue el estrés por la Convención?
—Se ha ido el fotógrafo —respondió él, cerrando los ojos bajo el contacto de su esposa—. Es un detalle molesto, pero Ricardo y yo hemos decidido posponer la búsqueda hasta después del evento. Necesito concentrarme en el discurso de apertura.
—Haces bien —susurró ella, besándole la mejilla—. Siempre dices que lo más importante es la estructura. El resto es solo decoración. Ricardo sabe lo que hace, confía en él.
Julián asintió, pero las palabras de Ricardo en la cena de la otra noche volvieron a su mente: "Lo que importa no son los mensajes, sino la acción".
Durante los tres días siguientes, Julián se sumergió en el trabajo con una intensidad casi maníaca. Preparó los paneles, revisó los presupuestos y ensayó su discurso hasta la saciedad. Sin embargo, cada vez que pasaba por el estudio fotográfico vacío del despacho, sentía una extraña punzada de anticipación. Era como si el espacio vacío estuviera esperando ser llenado por algo —o alguien— que no estuviera en los planos originales.
El día antes de la Convención, Ricardo pasó por su oficina para el último ajuste. —Todo listo, Julián. Mañana a las nueve empieza el espectáculo. Y no te preocupes por el fotógrafo. He oído que en la feria habrá muchos "freelancers" buscando trabajo. Quién sabe, igual encontramos a nuestro candidato allí mismo, entre copa y copa.
Julián forzó una sonrisa. No sabía que el fotógrafo que necesitaba no sería alguien que buscara trabajo, sino alguien que vendría a desmantelar su vida, un disparo a la vez. El destino ya había hecho la cita, y las entrevistas post-convención serían el menor de sus problemas.
La Gran Convención Arquitectónica era un despliegue de ego y vanguardia. El centro de exposiciones se había transformado en un laberinto de pantallas LED de última generación, maquetas impresas en 3D que parecían ciudades del futuro y un murmullo constante de voces en cinco idiomas distintos.
Julián se movía por el recinto con la soltura de un veterano. Saludó a colegas de Londres, debatió sobre sostenibilidad con una firma japonesa y analizó las nuevas tendencias en materiales inteligentes. Ricardo, a su lado, era el relaciones públicas perfecto, cerrando contactos con inversores mientras Julián aportaba la seriedad técnica.
—Estamos arrasando, socio —le susurró Ricardo mientras caminaban hacia la sala general para el descanso—. Los europeos están fascinados con tu concepto de "espacios de silencio".
Llegó el tiempo del break. La sala general era un espacio inmenso, de techos industriales, repleto de una mezcla ecléctica de arquitectos de traje gris y artistas o fotógrafos de aspecto bohemio encargados de cubrir el evento. El aire estaba saturado de olor a café caro, pero cuando Julián se apartó del grupo para buscar un momento de aire cerca de una de las columnas de acero, algo cortó su racha de pensamientos.
Fue un olor.
No era la fragancia floral y limpia de Elena, ni el aroma a colonia de diseñador de los presentes. Era un olor a tabaco fresco mezclado con un perfume amaderado, intenso y terroso, que parecía fuera de lugar en aquel entorno tan pulcro. Era un olor que evocaba libertad, cuero y noches largas. Julián buscó con la mirada, intrigado, pero solo vio una masa de espaldas y cámaras.
—¡Atención, por favor! —anunció uno de los organizadores—. Queremos a todos los arquitectos que están "diseñando el futuro" en el estrado principal. Fotografía oficial de la convención.
Julián se acomodó la chaqueta de sastre y subió al estrado con la elegancia automática de quien sabe que el mundo lo está mirando. Se colocó junto a Ricardo, adoptando esa postura de poder que tanto había ensayado. Frente a él, una horda de fotógrafos de prensa preparaba sus flashes.