Cita Con El Caos.

Cap1-Caos Matutino.

—¡Ainoaaaa! —me grita el cachorro abandonado que tengo como amigo otra vez, como hace todas las mañanas que viene de vacaciones.

Me aprieto más contra la almohada. ¿Quién mierda llama tan temprano? ¿Es que no hay respeto por los sueños ajenos?

Intento dormir un poco más, pero su voz vuelve a subir de volumen y termino refunfuñando: —Juro que lo mato.

Camino en modo zombie hasta la cocina y un olor delicioso me atraviesa apenas abro la puerta.

—Qué delicia —digo, frotándome las manos.

Dilan apareció hace dos días y apenas he podido pasar tiempo con él. Viene cada verano a esta casa y siempre prepara algo distinto. Esta vez está frente a la sartén y lo oigo decir:

—Cociné pescado.

—¿Qué tipo de pescado? —pregunto, con una sonrisa de medio lado.

—Pues… pescado de mar.

—¡Ah no, idiota! —le respondo—. ¿Va a ser de tierra, o qué? ¿Un pescado agricultor que siembra zanahorias?

Él me mira y sonríe, ese tipo de sonrisa que me obliga a poner los ojos en blanco.

—Relájate, Sherlock, no es un caso de vida o muerte.

—¿Y tenía nombre? —insisto, teatral.

este piensa un segundo y responde, muy serio: —Ah sí. Raúl.

—¡RAÚL! No manches, ahora me siento mal. ¿Y si tenía familia? —exagero, llevándome la mano al pecho.

—Sí —dice en voz baja—. Su esposa Marta… y tres pececitos. Pero bueno, ni modo, ya está en la sartén.

RAÚL, NOOOO! —corro hacia la sartén fingiendo drama.

suelta una carcajada, y yo sonrío de lado, tramando mi venganza.
“Ahora te vas a reír, papito”, pienso, tomando el celular con una risita malvada.

—¡Bby! —lo llamo dulcemente.

Él se da la vuelta justo cuando el flash se enciende de golpe y me delata. Me mira extrañado, arquea una ceja y sonríe divertido. En ese segundo, pone una cara tan ridícula que no lo puedo evitar: activo un filtro exagerado, uno de esos que deforman la boca como si fuera un dibujo animado.

La imagen aparece en la pantalla y yo estallo en carcajadas. Es demasiado, siento que me falta el aire. Corro directo hacia el baño con el móvil en la mano, riéndome como equisofrenica

—¡Estás loca! —me grita detrás, pero sonríe mientras lo dice.

Corro como si la vida me fuera en ello y cierro la puerta del baño de un portazo. Me sostengo del lavamanos, todavía muerta de la risa.

—Ay, Dios, qué cara… —murmuro, sintiendo que las lágrimas de tanto reírme me empañan los ojos.

De pronto me doblo del estómago. Mierda. ¡Me estoy orinando! Ni tiempo de soltar el móvil, lo dejo caer sobre la tapa del inodoro y me dejo caer yo también, porque ya no aguanto más.

Mientras intento recuperar la dignidad, me cruzan pensamientos raros. “Al final, siempre logra esto… hacerme reír, sentirme ligera… ¿qué clase de magia barata tiene?”. Sacudo la cabeza para espantarme esas ideas y estiro la mano para alcanzar el celular.

Cuando lo desbloqueo, la sangre se me congela.
—No… no puede ser…

La foto con el filtro se ha compartido. Y no en cualquier lado: está publicada en el grupo de WhatsApp más viral del vecindario. Ese donde hasta la vecina de la esquina comenta todo con sus sermones de domingo.

Me quedo helada, hasta que escucho un rugido desde la cocina:
—¡YO TE MATO, AINOA!

Suelto una carcajada nerviosa y, sin pensarlo dos veces, salgo disparada del baño. Bajo las escaleras a toda velocidad, casi resbalando en el último peldaño. Y ahí está él, de pie, brazos cruzados, mirándome como un depredador a punto de lanzarse sobre su presa.

—Ups… —susurro, dando un paso hacia atrás.

Y antes de que pueda reaccionar, me lanzo hacia el patio, riendo como una desquiciada.

El aire fresco del patio me golpea en la cara, pero no me detengo. Corro alrededor de la piscina como si estuviera en una película de acción de bajo presupuesto, escuchando detrás de mí sus pasos cada vez más cerca.

—¡ENANA, RÍNDETE YA! —grita, entre risas.

—¡JAMÁS! —le respondo, sin dejar de correr.

Llego hasta los árboles y veo la pequeña cabaña junto al río. “Perfecto, ahí me salvo”, pienso mientras me lanzo hacia las escaleras de madera. Empiezo a subir, pero en el último segundo siento cómo me agarra por el tobillo.

—¡Te atrapé! —exclama victorioso.

—¡Suelta, ogro! —pataleo, intentando soltarme.

En el forcejeo me doy vuelta demasiado rápido y ¡pum! le suelto un golpe involuntario con el pie. Pierde el equilibrio, y en cuestión de segundos terminamos los dos en el suelo, rodando entre hojas secas y risas ahogadas.

Cuando me detengo, el mundo parece congelarse: estoy encima de él, apoyada en su pecho, respirando agitada. Lo miro a los ojos, tan cerca que puedo distinguir el marrón claro de su mirada, Sus ojos me miran con un brillo tan descarado que me entran ganas de soltarle otro golpe.

Por un instante, ninguno dice nada. Solo escucho nuestras respiraciones entrecortadas y el murmullo del río a lo lejos.

Hasta que rompe el silencio .
—¿Sabes qué? —dice con media sonrisa—. Si querías abrazarme, podías pedirlo, no hacía falta todo el show de correr, caerte y aplastarme.

Lo miro con cara de pocos amigos.
—¡Abrazarte a ti? Prefiero abrazar a un cactus.

—Pues cuidado, porque pincho igual —responde, guiñándome un ojo.

—¡Asqueroso! —le doy un manotazo en el hombro mientras se ríe.

Intento levantarme, pero me sostiene de la muñeca un segundo más.
—Oye, pero admítelo… estabas más cómoda aquí que en tu cama.

—¡Sí, cómo no! —respondo rodando los ojos—. Me encanta sentir el piso duro y tu panza de almohada. ¡Qué lujo!

Se agarra el pecho, fingiendo dolor.
—¡Auch! Eso sí dolió. Te juro que me acabas de partir el corazón.

No puedo contener la risa y me incorporo de golpe.
—Deja el drama, rafiki, que ni para novela turca sirves.

se levanta detrás de mí, sacudiéndose el polvo, y me señala con el dedo:
—Ya verás, Ainoa. Esto no queda así.




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