Citas con el Azar

El café volador

Capítulo 2:

La mañana siguiente, Cleo decidió que necesitaba un nuevo inicio. Había prometido, la noche anterior, que no se volvería a distraer pensando en el arquitecto del metro. Es un extraño más en una ciudad llena de extraños, se dijo mientras se untaba crema en el rostro y ponía a hervir agua para un té.

Pero su entusiasmo por la vida organizada le duró exactamente nueve minutos. Se dio cuenta de que no tenía leche, que su gato Rocco había derribado el frasco de avena y que la única remera limpia que encontró decía en letras grandes Sarcasmo, mi idioma nativo.

—Perfecto —gruñó frente al espejo mientras se peinaba con una liga maltratada—. Justo lo que necesito para ser tomada en serio en la oficina, parecer un cartel ambulante.

Después de alimentar al felino y pelear con los cordones de sus zapatillas, salió con el propósito de iniciar el día con algo que realmente pudiera salvarle el ánimo, un café con mucho azúcar y poca lógica nutricional en su cafetería favorita.

El local quedaba en la esquina de su calle, con mesas de madera ligera y una decoración que mezclaba luces amarillas con frases inspiradoras dibujadas en pizarras. Cleo entró con la decisión de disfrutar un cappuccino, aunque supiera que le arruinaría la dieta ese mismo minuto.

La cafetería estaba casi llena, gente trabajando frente a laptops, estudiantes abrumados con resúmenes y un par de vecinos que parecían haber hecho del lugar su oficina provisional. Ella avanzó con gesto decidido y se colocó en la fila, sacando el celular para distraerse.

Mientras revisaba mensajes, no percibió de inmediato la presencia impactante del hombre que entraba al local al mismo tiempo, con paso seguro, camisa blanca impecablemente planchada y el cabello arreglado con naturalidad. No lo notó… hasta que escuchó esa voz grave inconfundible pedir en el mostrador:

—Un café negro grande, sin azúcar, para llevar, por favor.

Cleo levantó la vista con reflejo instintivo. Allí estaba, Íker Lamas. El hombre del metro, el arquitecto estoico, el inesperado protagonista de su última comedia interna.

—No, no, no… no puede ser —murmuró entre dientes, encogiéndose hacia un lado. Esperaba que no la viera, pero el universo tenía un sentido del humor cruel.

Íker giró apenas la cabeza y sus ojos se encontraron. Una chispa de sorpresa encendió su expresión por un instante, antes de que el gesto tranquilo regresara.

—Veo que sigues experimentando con la física cuántica —dijo él, en voz baja, avanzando hasta quedar justo detrás de ella en la fila.

Cleo se volteó, incrédula.
—¿Perdón?
—Quiero decir —prosiguió él, con una seriedad tan absurda que era cómica—, qué probabilidad había de que nos volviéramos a cruzar tan pronto.

Ella bufó, aunque su rostro traicionaba una sonrisa contenida.
—Probabilidad alta, aparentemente. La ciudad no es tan grande cuando decide arruinarte la vida.

El barista la interrumpió desde el mostrador:
—Señorita, ¿qué desea?

Cleo, aún perturbada por la coincidencia, improvisó rápidamente.
—Un cappuccino grande, doble de espuma… y, ya que la vida me odia, también un croissant de chocolate.

Se apartó a un lado con su bandeja y buscó una mesa libre, ignorando deliberadamente a Íker. Pero, claro, el destino no obedecía.

Los únicos asientos disponibles eran en una mesa comunitaria con cuatro sillas. Una anciana ocupaba la cabecera, rodeada de bolsas de compras; un estudiante dormitaba frente a su laptop. El sitio restante estaba frente a Cleo. Ella dejó sus cosas, convencida de que nadie se sentaría allí, hasta que una sombra conocida se inclinó sobre su mesa con una bandeja impecablemente servida.

—¿Está ocupado? —preguntó Íker con calma.

Cleo abrió mucho los ojos.
—¿De verdad? ¿Toda esta cafetería y justo aquí?

—Me temo que sí. Está llena. —Su voz no mostraba ni triunfo ni ironía, sólo lógica.

Ella soltó un suspiro exagerado.
—Si terminas mojándome con tu café negro minimalista, juro que no me hago responsable.

Íker tomó asiento frente a ella con la serenidad de alguien que no sabía lo propenso al caos que era ese pronóstico. Y el universo, complacido, esperaba el momento oportuno.
Durante los siguientes minutos, Cleo intentó concentrarse en su croissant mientras hojeaba un cuaderno con ideas. Íker bebía de su café sin levantar la vista más de lo necesario. El silencio no era pesado, más bien extraño —como si los dos hubieran aceptado sin decirlo que había algo interesante en compartirse el aire, aunque ninguno lo admitiera.

Por supuesto, ese silencio no podía durar demasiado. El desastre tenía su propio guion.

Mientras se inclinaba sobre la mesa para reorganizar sus notas, Cleo golpeó sin querer la bandeja, haciendo que la taza de Íker tambaleara. En un parpadeo, el café se derramó directo sobre la manga impecable de su camisa blanca.

El desayuno se transformó en catástrofe.

—¡Ay no, no, no, no…! —exclamó Cleo, poniéndose de pie de golpe—. Perdona, lo siento, te juro que no fue a propósito.

Íker la miró, primero incrédulo, luego resignado.
—Esto parece un patrón —comentó, sujetando una servilleta para secar la mancha oscura.

Cleo tomó un puñado de servilletas y empezó a ayudarlo, alargando los brazos sobre la mesa, casi clavándose contra él en el proceso.
—Lo siento muchísimo, de verdad. ¿Quieres que te compre otra camisa? O mejor, ¿Qué te dé la mía? —Luego se detuvo, dándose cuenta de lo absurdo de su frase, y añadió—: Olvida lo de la mía, no me queda tan digna como a ti la tuya.

Las risas contenidas de la anciana al lado no ayudaban. Íker, con calma surreal, replicó mientras trataba de secarse:
—No creo que cambiar de camisa en plena cafetería mejore mi reputación.

—Bueno… una reputación manchada de café tampoco es tan grave —dijo Cleo, intentando sonar ligera, aunque sus gestos nerviosos la delataban.




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