Luna Duarte era de esas amigas que se tomaban en serio la misión de querer reorganizar hasta la vida sentimental de las demás, aunque nadie le hubiese pedido semejante servicio. Cleo ya lo sabía, por supuesto, pero cada tanto terminaba cediendo, como quien se deja convencer para probar una terapia alternativa.
Esa tarde, mientras ambas caminaban rumbo a un bar coqueto con luces tenues, Cleo murmuraba por décima vez:
—No quiero hacer esto.
—Lo sé —respondió Luna, sonriente, como si nada la detuviera—. Pero lo harás. Porque necesitas vida social.
—Tengo vida social. Rocco es muy conversador.
—Rocco es tu gato. Y que ronronee cuando le sirves croquetas no cuenta como interacción humana.
Cleo rodó los ojos.
—¿Y quién es este pobre tipo que aceptó una cita a ciegas conmigo?
—Un amigo de mi primo. Dicen que es encantador, divertido y con buen sentido del humor. Ideal para ti.
Ideal para ti. Cleo odiaba esa frase, porque casi siempre significaba: una persona que yo no quiero para mí, pero que tal vez te entretenga. Sin embargo, allí estaba, con un vestido que no combinaba con sus zapatillas y el cabello peinado a medias.
El bar tenía decoración vintage, con paredes de ladrillo y lámparas colgantes. Luna la dejó frente a una mesa y desapareció con un pulgar en alto, como una general mandando soldados a la batalla. Cleo se sentó, nerviosa, convencida de que aquello acabaría en desastre. Y no tardó en confirmarlo.
El candidato apareció a los pocos minutos: alto, flaco, con una camisa hawaiana llena de flamencos rosados y una sonrisa exageradamente amplia.
—¡Hola, Cleo! —dijo, extendiendo la mano con entusiasmo—. Soy Julián.
Ella correspondió el saludo, intentando parecer cordial.
—Hola, Julián.
—Espero que no te moleste que haya traído mi guitarra —añadió, mostrando un estuche que llevaba colgado al hombro—. Es que nunca salgo sin ella, siento que es parte de mí.
Perfecto, pensó Cleo, me tocará una serenata de reggaetón acústico en medio del bar.
Y no se equivocó demasiado. Julián hablaba sin pausa, contándole que era un alma libre, que había viajado a tres festivales de música indie en el último año, y que creía que la energía del universo conectaba a las personas por vibración.
Ella, con una copa de vino en la mano, apenas alcanzaba a asentir entre frases como:
—Claro, claro… muy interesante… energía universal… sí, vibramos…
Los minutos pasaban y Cleo se convencía de que aquello no podía catalogarse como cita, sino más bien como secuestro conversacional. El colmo llegó cuando Julián sacó la guitarra y empezó a tocar un tema inventado en el instante:
—♪ Cleo, eres un río, fluyendo con estilo, tu aura brilla más que el faro del destino… ♪
Varios clientes del bar giraron la cabeza, algunos entretenidos, otros irritados. Cleo deseó que un agujero en el suelo se la tragara. Terminó aplaudiendo con cara diplomática y excusándose de que debía levantarse un momento. Entró al baño, se miró en el espejo y dijo en voz baja:
—Esto es un castigo, definitivamente estoy pagando algo.
Mientras tanto, en un restaurante de sushi a unos kilómetros de allí, Íker vivía su propio calvario. Contra todo pronóstico, había aceptado la presión de Teo de ir a una cita organizada por una colega suya.
—Necesitas abrirte al mundo, viejo —le había dicho Teo, empujándolo—. Sal del Excel humano que habitas.
Así que allí estaba, sentado frente a Natalia: una mujer elegante, que llevaba un discurso perfectamente estructurado sobre su exitoso emprendimiento de cosméticos veganos. Íker la escuchaba con paciencia, asintiendo cada cierto tiempo, aunque en su cabeza se decía:
Es como asistir a una conferencia sobre fórmulas de maquillaje. Y yo ni siquiera uso crema para la cara.
Natalia parecía no requerir preguntas, pues se contestaba a sí misma mientras hablaba. Desde los detalles de su marca hasta la filosofía detrás de cada frasco, todo era explicado a un ritmo frenético. Él, con calma arquitectónica, se limitaba a asentir en silencio. No había chispa, no había conexión divertida. Solo un intercambio educado en un restaurante demasiado iluminado.
Cuando Natalia se levantó para atender una llamada, Teo apareció como si hubiera estado acechando fuera del restaurante.
—¿Y bien? —preguntó, entusiasmado.
—Bien. Profesional. Simétrica en su discurso.
—Eso no suena a entusiasmo.
Íker suspiró.
—No lo es.
Horas después, y por esas coincidencias que parecían escritas en un guion oculto, Cleo y Íker terminaron en el mismo local sin saberlo. Un bar más animado, lleno de mesas compartidas y música en vivo.
Cleo había convencido a Luna de cambiar de lugar después de su tortura con Julián, mientras que Íker aceptó seguir a Teo a un sitio más relajado. Resultó ser el mismo lugar.
Cleo conversaba con Luna, contándole lo terrible que había sido su cita, cuando vio moverse entre la multitud a una figura conocida: impecable, camisa azul esta vez, y con gesto reservado.
—No puede ser —murmuró Cleo, escondiéndose detrás del menú.
Pero sí, podía ser. Íker también la vio en cuanto entró, y su reacción fue casi idéntica: sorpresa, ligera sonrisa y un dejo de incredulidad.
Teo, al notarlo, soltó un silbido.
—¿La conoces?
—La conocí por accidente —corrigió Íker.
Luna, que ya había notado la tensión, sonrió con mirada cómplice.
—¿Ese no es… el del metro? Y del café… ¡Juro que el destino los persigue!
Antes de que Cleo pudiera protestar, Julián apareció de nuevo con la guitarra, dispuesto a continuar la serenata en otro local. Ella deseó desintegrarse. Íker, al ver la escena, no pudo evitar reír desde su mesa.
Cleo lo miró con gesto de “¡No te atrevas a disfrutar esto!” y, sin darse cuenta, le regaló una complicidad extraña, ambos sabían que sus citas a ciegas eran auténticos desastres.
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Editado: 16.10.2025