Citas con el Azar

Pequeños choques cotidianos

El miércoles por la mañana, Cleo juró que cambiaría de rutina . Haría ejercicio, desayunaría sano y llegaría a la oficina a tiempo. Un plan hermoso, impecable en teoría. Excepto por un pequeño detalle, ella nunca lograba sostener sus buenos propósitos más de una hora.

De modo que media hora después de levantarse, se encontró arrastrando los pies en dirección al gimnasio más cercano, con un termo de café en una mano y las zapatillas desatadas en la otra.

—Dios mío, si sobrevivo a esto, júrame que me darás una recompensa —rezongó en voz baja mientras buscaba un casillero libre.

Lo que no había calculado era que el universo, experto en recompensas irónicas, ya la estaba esperando en la sala de máquinas.

Íker estaba allí, entrenando con absoluta concentración. Una camiseta gris ajustada, auriculares discretos y la respiración medida. Era la postal viviente de la disciplina. Cleo, en cambio, al tropezar con la máquina de remo, se asemejaba más a una caricatura que a un atleta.

—Perfecto —murmuró—. Mi vida necesita menos coincidencias y más bancos vacíos.

Él la notó al instante, bajando levemente el volumen de sus auriculares.

—¿Estás segura de que sabes usar esa máquina? —preguntó, con una calma divertida.

—¿Me estás subestimando? —replicó ella, acomodándose en el asiento del remo sin la más mínima idea de cómo funcionaba.

Se inclinó, estiró, tiró hacia atrás con todo… y la máquina emitió un chirrido extraño, dejándola casi en el suelo.

Íker soltó una carcajada breve.

—Lo confirmo; subestimación justificada.

Ella frunció los labios, intentando recuperar un poco de dignidad.

—Tal vez no nací para remar, ¿y qué? Seguro tú tampoco cantas en la ducha.

Él arqueó una ceja.

—Canto perfectamente afinado.

—¿Y todo lo haces bien? —se quejó ella, girando los ojos al cielo—. Genial, señor Perfección.

—No —respondió él, mirándola con un destello cómplice—. Al parecer, tampoco evito accidentes contigo.

El intercambio quedó flotando un momento, como si ambos reconocieran que sus choques habían adquirido ritmo.

Al día siguiente, el supermercado se convirtió en el escenario de la segunda ronda. Cleo entró con su típica lista confusa escrita en un post-it arrugado — pan, leche, algo verde que no fuera lechuga, galletas de chocolate y, misteriosamente, “arroz o tal vez lentejas”.

Empujaba el carrito canturreando distraída cuando, en el pasillo de lácteos, impactó contra otro carro que venía en dirección contraria. El choque fue tan fuerte que un paquete de yogures voló por los aires.

El culpable, cómo no, era Íker.

—¿Otra vez tú? —exclamó Cleo, recogiendo un yogur que había explotado en el suelo.

—Diría que me persigues, pero la estadística está en tu contra.

Ella lo observó de arriba abajo — camisa clara, pantalón formal y un carrito perfectamente organizado, con frutas alineadas, paquetes apilados y etiquetas hacia afuera.

El suyo, en contraste, parecía víctima de un saqueo — pan medio aplastado, galletas abiertas, plátanos machucados.

—Tu carrito es como un catálogo de orden. El mío… una tragedia en tres actos —dijo ella con resignación.

Él sonrió apenas.

—¿Quieres que te enseñe a organizarlo?

—¡No, gracias! Este carrito refleja mi alma; caótica pero sabrosa.

Ambos rieron en medio de las neveras, ignorando las miradas curiosas de un par de compradores.

El tercer choque llegó el fin de semana. Cleo paseaba por la calle, sorbiendo un helado y tarareando sin reparo, cuando alguien se cruzó de repente en su camino y el cono terminó estampado en la camisa de ese alguien.

Sí: Íker. Otra vez.

El helado de fresa goteaba peligrosamente sobre su ropa beige. Cleo abrió la boca horrorizada.

—¡No puede ser! Juro que no lo hice a propósito.

Él la miró, conteniendo la risa.

—Empiezo a dudarlo, la verdad.

Ella sacó servilletas al instante, intentando limpiar la mancha sin lograr otra cosa que esparcirla más.

—Lo siento, lo siento, lo siento. Te prometo que después de esto me cambio de país.

Él tomó su mano para detenerla.

—Ya. Déjalo. No lo empeores.

El contacto fue breve, accidental, pero los dos lo sintieron. Cleo apartó la mirada con nerviosismo.

—Bueno… al menos hueles delicioso ahora. Como helado ambulante —bromeó, intentando quitarle dramatismo.

Él rió suavemente.

—Tú deberías traer un cartel de advertencia: Mantenga las distancias. Peligro de accidentes.

—Muy gracioso. Y tú deberías traer otro: “Arquitectura seria, pero secretamente adicto a tropezar con una loca.”

El silencio posterior dijo más que sus bromas. Había algo eléctrico en esas palabras, algo que ninguno se atrevió aún a nombrar.

Las siguientes semanas se convirtieron en una rutina improvisada. No era que se buscaran, al menos no de manera consciente, pero era innegable que se cruzaban en lugares demasiado cotidianos como para llamarlo casualidad pura.

En el gimnasio, Cleo trataba de imitar rutinas imposibles mientras Íker le corregía posturas con calma contenida. En el supermercado, ella llenaba su carrito de galletas y él de verduras, terminando siempre en discusiones sobre nutrición. Y en la calle, cualquier encuentro espontáneo terminaba con un café compartido en una esquina y un duelo verbal que parecía más un juego de seducción encubierto.

—¿Nunca te cansas de discutir conmigo? —le preguntó Íker una tarde, al coincidir de nuevo frente a una librería.

—¿Nunca te cansas de perder? —replicó Cleo.

Él la miró con paciente ironía.

—Si perder significa escuchar tus argumentos ridículos, supongo que puedo vivir con ello.

Ella sonrió, brillante.

—Admite que te divierte.

Él no dijo nada, pero la sonrisa que se escapó en sus labios fue suficiente respuesta.

Lo que Cleo más odiaba —y adoraba al mismo tiempo— era la forma en que Íker parecía resistirse, pero jamás se alejaba del todo. Se quedaba, compartiendo el momento, como si cada discusión ligera fuera parte de un proyecto que solo ellos entendían.




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