Citas con el Azar

Secretos compartidos

El jueves había sido un desastre para ambos.

Cleo había discutido con su jefa por un error mínimo en una campaña, había perdido el metro, y además, su gato Rocco había tirado al suelo la planta que decoraba su sala, dejándola cubierta de tierra justo antes de salir de casa. Lo que faltaba para arruinar su humor eran los zapatos empapados por la lluvia de esa tarde.

Íker tampoco había tenido un mejor día. Los planos de un proyecto grande habían sufrido una corrección burocrática que atrasaba semanas de trabajo, la reunión con un cliente había sido un martirio de indecisiones, y encima había terminado la jornada con un dolor persistente de cabeza.

Ambos caminaron, sin saberlo, hacia el mismo bar del centro. Era un local discreto, con luces cálidas y mesas de madera. Música suave de fondo y el ambiente suficiente como para perderse en un vaso.

Cleo se dejó caer en una de las sillas, pidió una copa de vino tinto y suspiró como quien expulsa el peso de todo un mes.

Al otro lado del salón, Íker entró con gesto cansado. Pidió un whisky sin hielo y se sentó buscando silencio. No tardó ni un minuto en advertir que, en una mesa cercana, estaba ella. Otra vez ella.

Cleo lo notó casi al mismo tiempo.

—No puede ser… —dijo en voz baja, llevándose la mano a la frente.

Él se acercó, todavía con esa media sonrisa cansada que parecía resignarse al universo.

—Al parecer tenemos el mismo manual de supervivencia.

Ella lo miró de soslayo, con el vaso en mano.

—Genial. Justo lo que necesitaba, que mi mal día venga acompañado de tu camisa impecable.

Él se acomodó en la silla contigua sin pedir permiso.

—Podemos quejarnos juntos. Quizá comparta la carga.

—O duplicarla —contraatacó Cleo.

Sin embargo, no se levantó. Y esa fue la primera concesión.

Los primeros minutos fueron apenas intercambio de ironías suaves, comentarios sobre la mala suerte de ambos, sobre jefes insoportables y clientes complicados.

Después, como si el vino y el whisky hubieran lubricado algo más que cuerdas vocales, empezaron a dejar caer confesiones en la mesa.

—¿Sabes cuál es mi miedo secreto? —dijo Cleo de pronto, girando el vaso en su mano—. Que un día se acaben todas las palabras. Que me quede sin frases ingeniosas ni sarcasmo para disfrazar lo que siento.

Él la miró fijamente, más serio que de costumbre.

—¿Y por qué necesitarías disfrazarlo?

Ella rió con un poco de nervios.

—Porque mostrarlo así, sin maquillaje, da miedo. Mucho más que arruinarte una camisa con café.

Él bebió un sorbo de whisky antes de hablar.

—Yo siempre pensé lo contrario. Que disfrazar lo que sientes es lo que asusta.

Ella entrecerró los ojos, evaluándolo.

—Claro, tú con tus líneas rectas y tus planos perfectos, ¿qué sabrás del miedo?

Él apoyó un codo en la mesa, inclinándose apenas.

—Sé mucho. Tú ves disciplina y perfección. Yo veo soledad.

Cleo se quedó callada, sorprendida por la honestidad súbita. Y esa pausa compartida fue más reveladora que cualquier chiste.

El camarero dejó otra ronda sin que ellos la pidieran. Quizá había visto demasiados clientes iguales y supo leer la escena.

Cleo jugueteó con el mantel, distraída.

—Mira, nunca pensé que alguien como tú diría que se siente solo. Te imaginaba… no sé, con tu agenda llena de citas elegantes y amigos que cenan en restaurantes caros.

Íker negó suavemente.

—Trabajo. Mucho trabajo. Amigos contados. Y un apartamento en el que las sillas hacen eco porque nadie se sienta en ellas.

—Vaya. Eso suena deprimente.

—Lo es. —Él levantó el vaso—. Pero me acostumbré.

Ella lo observó, más con ternura que con ironía.

—Tal vez por eso me soportas. Porque soy el ruido que tu apartamento necesita.

Él esbozó una sonrisa lenta.

—Exactamente.

Cleo se sonrojó, aunque intentó esconderlo rodando los ojos.

—Qué cursi te salió eso, arquitecto.

La conversación, que había empezado como simple desahogo, se deslizó hacia un terreno inesperado: confesiones pequeñas, historias íntimas. Cleo contó cómo había dejado a medias la carrera universitaria porque no soportaba la presión, cómo todavía le pesaba aunque fingiera que no. Íker habló de su padre ausente, de lo difícil que había sido moldear su carácter sin referencias.

Y aunque las palabras eran serias, la compañía suavizaba cada revelación. Entre confesión y confesión todavía cabían chistes improvisados, gestos torpes, risas compartidas.

El reloj avanzó sin que lo notaran. La luz cálida del bar se hizo más tenue.

—¿Sabes qué es lo peor de hoy? —preguntó ella, recostando la barbilla en la mano.

—¿Qué?

—Que me siento mejor porque apareciste. Y no quiero admitirlo porque da la impresión de que… —se interrumpió.

—¿De que qué?

Ella mordió el borde del vaso, incómoda.

—De que me gustan estos choques. Que empiezo a buscarlos.

Él no rió. Tampoco se burló. Solo la miró con esa calma suya que, por primera vez, no parecía escudo sino invitación.

—Yo también.

El reconocimiento flotó entre ellos. Ligeramente tenso, peligrosamente honesto.

Cleo decidió salvar la vulnerabilidad con un chiste.

—Bueno, pero no te emociones. Una cosa es que me guste hablar contigo y otra, soportar tus sermones nutricionales.

Él arqueó una ceja.

—Eso es parte del contrato.

Ella rio, aliviada.

—Siempre con cláusulas estrictas.

—Es que toda buena estructura necesita cimientos firmes.

Ella se inclinó hacia él, sonriendo.

—Y tú dices que no sabes ser cursi.

Se quedaron así, mirándose, quizá un par de segundos más de lo prudente. Hasta que el camarero carraspeó con disimulo, devolviéndolos a la realidad.

Afuera, la lluvia había cesado. Ambos salieron juntos, caminando bajo un cielo de luces reflejadas en los charcos.

Ninguno quería despedirse todavía, pero ambos sabían que no era el momento exacto de dar un paso más. Había que dejarlo crecer.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.