Cleo se levantó tarde el domingo, todavía con los tacones de la boda tirados a un costado de la cama y el vestido esmeralda arrugado en una silla. Rocco, su gato, dormía hecho un ovillo sobre la tela, como si también hubiera asistido al evento.
Se estiró, recordando algunos fragmentos de la boda: el vino derramado, el ramo que la golpeó en la frente, la mesa de postres que casi destruyó. Todo era digno de un sketch cómico. Pero entre esas imágenes torpes, había un instante que no dejaba de repetirse en su mente: el momento en que Íker la sostuvo de la cintura, tan cerca que apenas faltaba un latido.
El casi beso.
Cleo se llevó una almohada a la cara y gruñó como si pudiera apagar así sus pensamientos.
—Esto no puede pasar, Rocco. No puedo caer en el cliché de la chica caótica que se enamora del tipo serio. Es de manual…
El gato abrió un ojo, indiferente, y volvió a dormirse.
Ella suspiró.
—Ya lo sé. No me mires así, como si supieras que estoy perdida.
Al otro lado de la ciudad, Íker había amanecido con la misma imagen grabada. Aunque la procesaba de distinto modo. Había pasado la mañana leyendo correos y revisando retrasos de proyectos, pero su concentración era un disfraz frágil. Sus pensamientos volvían inevitablemente al instante congelado en la pista de baile: la luz, la risa de Cleo, la manera en que el tiempo parecía haberse suspendido cuando estuvo a un respiro de rozar sus labios.
Intentó racionalizarlo.
No fue nada. Estábamos cargados de tensión por el desastre, por el contexto caótico de la boda. Todo se prestaba a… exagerar las sensaciones.
Pero ni siquiera a él mismo lo convencía esa excusa.
Se levantó de la mesa y caminó hasta la ventana. La ciudad se desplegaba ordenada bajo su mirada. Y él, el hombre de estructuras y líneas rectas, se encontró deseando que hubiera algo, alguien, que le desordenara los planos de vez en cuando.
Cleo, más tarde, se encontró con Luna para comentar el desastre del siglo. Llevaban dos cafés enormes y croissants en la mesa.
—Cuenta todo, de principio a fin —pidió Luna, con brillo cómplice en los ojos.
Cleo agitó las manos.
—Fue un atentado contra la elegancia. Derramé vino, destruí postres, atraparon mi foto con cara de culpable en el momento equivocado… ¡y por si fuera poco, casi beso al arquitecto estoico!
Luna ocultó mal una sonrisita.
—Ajá… ¿y cuál de esas cosas es la que más te traumatiza?
—¡El casi-beso! —admitió Cleo, tapándose la cara—. Fue como si de repente no existiera nada más. Pedí que los niños entraran a salvarme.
—O sea, estabas deseando que el universo te interrumpiera.
—Exacto. Porque si no, no sé qué habría pasado. Y mira, yo soy experta en complicarme la vida, pero emparejarme con Íker sería graduarme con honores.
Luna tomó un sorbo de café antes de responder con calma:
—¿Y si no es complicarte? ¿Y si es simplemente… empezar a admitir que te gusta?
Cleo se quedó callada, mirando la espuma de su café. La idea era tan tentadora como aterradora.
Íker, en paralelo, también se desahogaba con Teo mientras ajustaban unos planos en la oficina.
—Siempre supe que tenías un punto débil, y al fin lo descubrí —dijo Teo, señalándolo con un bolígrafo—. Esos segundos en la boda… casi beso, ¿eh?
—No fue nada —replicó Íker, aunque demasiado rápido.
—¡Bah! Tus silencios te delatan. Mira, hermano, se te nota. Y no me digas que no, porque te conozco. Estás más distraído que nunca en la vida.
Íker resopló, rendido.
—Estaba… cerca. Pero no pasó nada.
—No necesitaba que pasara. Tu cara después lo dijo todo.
Íker intentó enfocarse en los trazos de los planos.
—No puedo… complicarme en esto. No tengo tiempo. No es parte de mi vida.
Teo lo miró divertido.
—Tu vida necesita justamente eso: un error de cálculo. Y diría que Cleo es el tipo perfecto de fallo estructural que convierte un edificio rígido en algo vivo.
Íker guardó silencio. Porque lo peor era que no sonaba como un fallo. Sonaba como un deseo.
Los días siguientes fueron extraños. Cada vez que se cruzaban, ya no eran solo choques torpes o discusiones cómicas. Ahora había un subtexto nuevo, un recuerdo que flotaba entre ellos y coloreaba cada palabra.
En el gimnasio, Cleo intentó reírse de sí misma al enredar otra vez la máquina. Íker se acercó a corregir su postura, y tan solo rozarla para acomodarle el brazo bastó para que ella recordara la pista de baile, la respiración tan cercana, el calor suspendido. Bajó la mirada rápidamente, nerviosa.
En el supermercado, cuando coincidieron en la sección de frutas, Íker la sorprendió observándolo con detenimiento, como midiendo algo más que los tomates que llevaba en las manos. Ella fingió toser para disimular.
Era como si el casi-beso hubiera abierto una puerta a la que todavía no se atrevían a entrar, pero que ya nadie podía cerrar.
Cleo, de camino a casa una noche, pensó en voz baja:
—Lo peor de todo es que me gusta. Me gusta la forma en que me mira, aunque no diga mucho. Me gusta que encuentre calma donde yo pongo caos. Y eso es un problema.
Se encogió en su abrigo. Problema o no, no podía negar que cada encuentro empezaba a adquirir un peso distinto.
Íker, desde su escritorio, también se rendía a pensamientos similares. Observaba líneas perfectas sobre el papel, pero en su cabeza todo eran fragmentos de Cleo: su risa desbordada, su mirada en la terraza de la boda, sus torpezas convertidas en encanto involuntario.
No puedo… pero quiero, pensaba en silencio, un conflicto que lo desarmaba más que cualquier error en un plano.
La atracción estaba ahí, creciendo. También las dudas. ¿Qué pasaría si traspasaban ese límite? ¿Sería tan divertido como ahora… o se desmoronaría todo?
Ambos sabían que el casi-beso no había sido simple azar. Había sido una revelación. Uno de esos instantes que cambian el rumbo de las cosas aunque nada tangible ocurra.
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Editado: 12.11.2025