Citas con el Azar

El paseo nocturno

La cena había terminado en un restaurante pequeño, con luces tenues y mantelitos de cuadros que parecían sacados del entorno más tradicional. No era una cita oficial —al menos eso insistían ambos en repetir mentalmente—, sino una oportunidad para cenar como dos adultos civilizados después de semanas de encuentros absurdos, planes forzados de amigos y “casi” que habían quedado en suspenso.

Cuando el camarero recogió el último plato, ninguno de los dos parecía ansioso por irse.

—¿Caminamos un poco? —preguntó Íker, con esa calma que nunca parecía prisa, sino invitación.

Cleo lo miró como quien finge pensarlo.
—Claro. A menos que planees guiarme directamente a otra de tus trampas arquitectónicas.

Él arqueó una ceja.
—¿Temes tropezar otra vez con una mesa de postres?

—Eso o con mis propios zapatos. Deberías darme un manual de seguridad antes de cualquier paseo.

Finalmente salieron a la calle. Era una noche fresca, con la brisa suave y el rumor lejano de la ciudad relajada entre semana. Las farolas iluminaban el camino con un resplandor tranquilo, y el aire olía a pan recién horneado de la panadería de la esquina.

Caminaron en silencio un rato, y fue un silencio distinto: cómodo, casi íntimo, como si no necesitaran llenarlo.

Cleo rompió la pausa primero, porque el silencio prolongado siempre la hacía inquieta.

—¿Sabes qué es lo peor de todo lo que pasó en la boda?

—Que casi destruyes una mesa entera de postres, incluidos los profiteroles —respondió Íker sin dudar.

Ella lo miró indignada.
—¡Exactamente! Eso fue un crimen gastronómico. Todavía sueño con esos profiteroles cayendo en cámara lenta, como soldados derrotados.

Él sonrió, divertido.
—Sí. Supongo que ni Spielberg habría filmado una tragedia mejor.

Cleo resopló, pero al segundo se rió.
—¿Ves? Es por eso que me complicas la vida. Me siento ridícula cuando estoy contigo y de alguna manera, “sigue gustándome”.

La confesión salió con la naturalidad de un comentario sarcástico, aunque detrás se escondía más verdad de la que ella quería admitir.

Avanzaron unas calles más. Pasaron frente a un parque donde un grupo de adolescentes practicaba trucos con monopatines. Cleo los miró con nostalgia.

—Yo también intenté andar en patineta una vez.

—Puedo imaginarlo —dijo Íker, con tono neutral.

Ella lo fulminó con la mirada.
—¿Perdón? ¿Insinúas que soy un desastre deportivo?

—Yo no insinué nada. Solo lo imaginé.

Cleo rodó los ojos, fingiendo ofensa.
—Bien, te daré la versión oficial: me subí a la patineta, avancé cinco segundos y me estrellé contra el buzón de correos de la esquina. El cartero todavía me mira raro cuando paso por esa calle.

Su risa explotó sola, y la de Íker se unió poco después, arrancando una carcajada breve pero genuina de su habitual seriedad.

—Debo admitir —dijo él cuando recuperó el aliento—, que es la anécdota más… visual que he escuchado esta semana.

—Podría escribir un manual de “cómo no sobrevivir a los hobbies”.

—Tendrías una trilogía en ventas.

Cleo, aún sonriendo, lo miró de reojo.
—¿Y tú? ¿Alguna historia vergonzosa o siempre fuiste perfecto?

Él volvió a poner las manos en los bolsillos, pensativo.

—Nunca me caí de una patineta. Pero… en secundaria me ofrecí como voluntario para leer poesía en un acto escolar.

Ella alzó las cejas incrédula.
—¿Poesía? ¿Tú?

—Sí. Era un poema breve. Pero me quedé en blanco a mitad. Todos me miraban. Así que recité la primera lista de compras que recordaba de mi casa.

Cleo detuvo el paso, mirándolo con horror divertido.
—¿Quieres decir que frente a toda la escuela citaste “leche, pan, arroz, detergente”?

Él asintió, casi riendo al recordarlo.
—Exacto. Y lo peor es que algunos creyeron que era una metáfora brillante.

Cleo estalló de risa, doblándose sobre sí misma.
—No lo puedo creer. Eres oficialmente mi héroe.

El eco de su risa llenó la calle vacía. Íker no apartaba la vista de ella, fascinado con la energía que transmitía en cada carcajada.

Siguieron caminando. Pasaron junto a un escaparate iluminado donde se reflejaban sus siluetas. Por un instante, Cleo se detuvo a observarlos en el vidrio: ella con su andar despreocupado, él con la compostura elegante de siempre. Una combinación extraña pero que, en ese reflejo, parecía tener sentido.

Él notó que se había detenido y la miró en silencio. Ella, sonrojada, fingió ajustarse la chaqueta.
—Nada, estaba… viendo si me quedaba bien este abrigo.

—Te queda bien —dijo él sin exagerar, directo, como quien constata un hecho.

Las palabras, sencillas, la dejaron sin respuesta durante unos segundos. Sintió cómo el aire parecía más denso entre ellos.

Al llegar a la plaza principal, Cleo señaló un carrito que vendía palomitas dulces.
—Necesito eso. O más bien: el universo me dice que si no como palomitas ahora, explotaré.

Se acercó sin esperar respuesta y compró una bolsa grande. Al regresar, Íker la miró como si quisiera regañarla por lo impulsiva, pero terminó aceptando cuando ella le ofreció un puñado.

—Admite que te gustan —le dijo Cleo, mientras él tomaba algunas con cuidado.
—Son tolerables.
—Traducción: te encantan, pero tu orgullo arquitectónico no te deja decirlo.

Él no pudo evitar sonreír de lado, lo que en su lenguaje equivalía a una confesión completa.

Se sentaron en un banco bajo un árbol, compartiendo la bolsa de palomitas. El ambiente era pausado, más íntimo de lo que cualquiera de los dos esperaba al inicio.

Ella lo observó a la luz de la farola y dijo despacio:
—¿Sabes qué es raro? Que después de todo lo que pasó… ya no siento que nuestros encuentros sean accidentes.

Él no contestó enseguida, como si evaluara cada palabra. Al final, asintió suavemente.
—Tampoco lo creo.

Cleo mordió un grano de maíz con nerviosismo.
—Y eso me asusta un poco. Porque significa que… tal vez todo esto importa más de lo que admitimos.




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