Las noches posteriores al paseo seguían resonando con una mezcla de ternura y nervios. Tanto Cleo como Íker volvían una y otra vez a recordar aquel banco bajo la farola, las confesiones titubeantes y la comodidad inesperada que había surgido entre ellos. Pero con cada recuerdo también se colaba una sombra: la pregunta de qué significaba todo aquello y hacia dónde podía llevarlos.
Cleo, tirada en su sofá con Rocco sobre el regazo, hablaba sola como solía hacerlo cada vez que su cabeza se llenaba de pensamientos que no quería enfrentar en voz alta.
—Esto no es nada serio —se convencía, acariciando al gato—. Es un juego, una serie de casualidades ridículas. Y ya. Nada más.
Pero lo cierto era que no sonaba convincente ni siquiera para sí misma. Sentir “nada serio” no te hacía sonreír a las tres de la mañana sola en tu cama. No te hacía planear excusas para cruzarte con él en la cafetería. No te hacía esperar nuevos paseos.
Ese era el problema: importaba más de lo que quería admitir.
Íker, por su parte, revisaba planos pero sin leerlos realmente. Eran líneas sin sentido, porque su concentración estaba puesta en otra parte—en el gesto de Cleo al reír, en la timidez que escondía cuando había confesado que la relación los asustaba, en sus propios deseos de avanzar y, a la vez, en su miedo a perder el control.
La disciplina de toda su vida le decía que no debía arriesgar emocionalmente: comprometerse era exponerse, abrir rendijas por donde podría entrar el caos que él siempre evitaba. Y Cleo era caos en forma humana.
Por eso, en su fuero interno seguía dudando: ¿valía la pena abrir esa puerta?
La tensión comenzó a crecer de manera sutil, como ocurre siempre, a partir de pequeños gestos.
Una tarde, estaban reunidos en un café con Luna y Teo. La conversación era ligera, hasta que salió el tema de las anécdotas del paseo nocturno.
—Entonces, ¿Íker confesó su etapa de poeta de supermercado? —preguntó Luna entre carcajadas.
Cleo, todavía divertida, asintió.
—Sí, pero no contó la parte en que parecía una metáfora cósmica. Imagínalo: “detergente” como símbolo de limpieza del alma.
Todos rieron, excepto Íker, que se tensó un poco. No porque le molestara bromear con esa historia, sino porque el protagonismo de su vulnerabilidad quedaba expuesto en público.
Él forzó una sonrisa, pero después guardó silencio. Cleo, sin darse cuenta, continuó relatando detalles con entusiasmo, como si todo fuera gracioso.
Íker cambió el tema con brusquedad.
—Bueno, basta. No tiene importancia.
Cleo lo notó, pero no dijo nada en ese momento.
Después, al salir del café, caminaban solos por unas calles tranquilas. Cleo, que rara vez podía guardar lo que pensaba, lo enfrentó.
—¿Qué fue eso en la mesa? Te noté incómodo.
Él suspiró, mirando al frente.
—No hacía falta contar tantas cosas.
—Pero solo era una anécdota simpática. Todos nos reímos.
—Sí, pero… para mí no es gracioso todo el tiempo.
Cleo frunció el ceño.
—Entonces no puedo compartir nada de ti, ¿o cómo funciona? ¿Debo mantenernos como secreto?
Él la miró de reojo, serio.
—No es eso. Es… que yo no estoy acostumbrado a abrir mi vida en público.
—Pues yo sí. Y no pienso andar midiendo cada palabra como si estuviera llenando un formulario. —Su tono comenzaba a sonar ofendido.
El aire se cortó entre ellos. Caminaron en silencio hasta que Cleo decidió romperlo con ironía.
—Vaya, dura prueba para la futura relación. ¿Ya tenemos protocolo para qué se puede decir y qué no?
Él se detuvo en seco.
—¿Futura relación?
Ella sintió que se le escapaba. Había usado esas palabras casi sin pensar, y de pronto quedaban ahí, flotando, cargadas. Mirándolo a los ojos, se encogió de hombros.
—Bueno, ¿no es eso lo que parece?
Íker bajó la mirada.
—No estoy seguro.
Ese “no estoy seguro” cayó como un balde de agua fría.
Cleo intentó disimular con una sonrisa insegura.
—Perfecto. Ese debería ser el lema en tu vida: “no estoy seguro”. Arquitecto de todo menos de sentimientos.
Él se endureció.
—No es tan simple.
—Siempre lo complicas todo —estalló ella, más alto de lo que pretendía—. Yo no sé qué quieres, y me muero de miedo por arruinar lo que sea que tengamos, ¡pero al menos admito que quiero algo! Tú, en cambio, te escondes detrás de esa muralla perfecta.
Él la miró en silencio, la mandíbula apretada. No quería discutir, no quería perder el control.
Ella respiró agitadamente, sintiéndose al borde de la confesión.
—Lo peor es que me importas —admitió al fin, con voz más baja—. Y eso me asusta. Me asusta mucho.
Hubo un silencio largo, tanto que se escuchaba el ruido del tráfico lejano. Íker no contestó de inmediato. Ese fue su error.
Cleo, herida por el vacío de palabras, sacudió la cabeza y se dio media vuelta.
—Olvida lo que dije.
Él extendió la mano, como si quisiera detenerla, pero no salió ningún sonido de su boca. Y la dejó ir.
Esa noche, cada uno regresó solo a su casa, con el peso de una pequeña pelea que, sin embargo, se sentía enorme.
Cleo se dejó caer en la cama sin siquiera cambiarse. Rocco rondó a su lado, maullando como si percibiera su malestar. Ella cerró los ojos con fuerza.
—Soy un desastre —susurró—. Siempre sueno como si no quisiera nada, y cuando por fin lo digo, espanto a la gente.
Las lágrimas se asomaron sin invitación.
Íker, mientras tanto, bebía un whisky mirando su propia biblioteca. Le dolía la manera en que ella lo había enfrentado, pero aún más su propia incapacidad de reaccionar en el momento.
Pensaba en su madre, en cómo le había repetido toda la vida que no mostrara debilidad, que la estabilidad se construía en el silencio, en el control. Y él había seguido esa enseñanza al pie de la letra… hasta que algo en él empezó a quebrar esa regla sin que se diera cuenta.
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Editado: 26.11.2025